Archive for marzo, 2012

marzo 26, 2012

Nuevas pantallas, nuevas historias (TV/1)

por Mauricio González Lara

¿Cómo entender los nuevos formatos de la TV estadounidense? 

La televisión estadounidense vive, qué duda cabe, el mejor momento de su historia. El éxito de The Wire, Los Soprano, Mad Men, Boardwalk Empire, entre otras, ha generado una efervescencia cultural sólo comparable a la explosión creativa que cineastas como John Cassavetes, Martin Scorsese, Francis Ford Coppola y Dennis Hopper provocaron en la industria fílmica durante la década de los 70. Como bien señala el filósofo y crítico cultural Slavoj Zizek,  el weltgeist  o el “espíritu del mundo” se ha mudado  del cine a las series televisivas.

Es una cuestión que rebasa la mera buena factura: en la televisión actual los modelos episódicos y unitarios del pasado conviven con formatos de amplio alcance ajenos a los lugares comunes y la clásica estructura interna exposición/desarrollo/clímax/desenlace. En opinión de Robert McKee, gurú del “guionismo” y autor del clásico Story: Substance, Structure, Style and The Principles of Screenwriting, estamos frente a una nueva clase de narrativa audiovisual donde la meta es lo exhaustivo, es decir, dramatizar todos los aspectos posibles de los personajes hasta agotar todas sus aristas de interés.  La clave para hacerlo, explica Mckee , es una larga ventana de tiempo:

“Hace un par de años,  en una de mis clases avanzadas para escritores, decidí analizar con mis alumnos al personaje de Tony Soprano. Empezamos por ver sus “dimensiones”. En términos narrativos, una “dimensión” es una contradicción en la naturaleza del personaje. Por ejemplo, Cary Grant en Charade interpreta a un “ladrón encantador”, lo que es una contradicción: los criminales casi siempre son repelentes, hostiles, poco simpático. Macbeth es una persona ambiciosa atormentada por la culpa, otra contradicción. Mientras más “dimensiones” posea un personaje más complejo es. Una vez que detectamos doce dimensiones en Tony Soprano paré el análisis. ¡Tony Soprano es más complejo que Hamlet! Una versión larga de Hamlet no puede durar más de cuatro horas; Los Soprano, en cambio, estuvieron al aire durante nueve años. Nunca habíamos conocido a un personaje de una manera tan completa y exhaustiva. Es un desafío nuevo y excitante: encontrar cada año nuevas “dimensiones” que enriquezcan a los personajes y sorprendan a la audiencia. Si yo estuviera en mis veintes y aspirara a escribir guiones, mi aspiración no sería trabajar en el cine, sino en la televisión.”

En los nuevos formatos no hay catarsis ni espectaculares vueltas de tuerca, pero sí la creación de universos de deslumbrante riqueza emotiva. El cliffhanger –ese mecanismo que colocaba a los personajes en una situación precaria al final de la emisión para mantener el interés del espectador hasta el siguiente capítulo- es casi un anacronismo. Cuando ya no se tiene más que decir sobre los personajes, las narrativas simplemente acaban. El polémico final de Los Soprano no es una broma anticlimática, como muchos despistados acusaron en su momento, sino una lógica conclusión a su planteamiento y estructura interna: la muerte es un simple salto a negro.

The Wire es un caso aún más extremo. Renegadamente lineal y adversa a la floritura (casi no hay banda sonora ni mayores despliegues visuales), ningún capítulo de The Wire funciona como una unidad en sí misma. La serie sólo cobra pleno sentido hasta que se ven sus cinco temporadas. Irónicamente, el goce de ver The Wire radica en su poca disposición para generarlo de manera inmediata. He ahí su disrupción.

Múltiples voces, un solo protagonista

El atractivo de la “nueva televisión” no se centra exclusivamente en el profundo desarrollo de personajes que ésta permite. Los Soprano, The Wire o Six Feet Under también reflejan el creciente apetito del público por  andamiajes de múltiples veredas narrativas y protagonistas. Si bien esa polifonía ha estado presente con relativa notoriedad en el cine desde mediados de los años 70 (recordemos Nashville, de Robert Altman), hoy goza de una tremenda energía en la televisión. De acuerdo con McKee, las historias sobre las vicisitudes que enfrenta una sola persona frente a la adversidad jamás desaparecerán. La razón: finalmente, nacemos y morimos solos. Las corrientes globalizadoras, sin embargo,  han provocado que grupos de diversas características, orígenes y contextos convivan en un solo espacio, muchas veces con terrible dificultad. El experimento más notorio de esta convivencia forzada es Estados Unidos.  Es lógico que la polifonía de las series televisivas  sea la opción preferida para reflexionar al respecto.

El protagonista central en estas estructuras no es un personaje, sino la sociedad y sus traumas: la saga del despacho de publicistas de Mad Men es la historia del sueño americano devenido en mentiras; The Wire es la representación del fracaso urbano de la posmodernidad y los absurdos de la guerra contra las drogas; Los Soprano es un retrato de la familia americana posmoderna y su insatisfacción existencial; Homeland es un espejo de la paranoia y los sentimientos encontrados de un pueblo frente a la amenaza terrorista; Boardwalk Empire y Deadwood describen los acuerdos criminales en los que se sustenta el nacimiento de una nación. Así se sitúe en las antípodas del espectáculo y sea  contada en clave intimista, toda serie dramática de calidad surgida en los últimos veinte años está marcada por un palmario deseo de  pertinencia y resonancia social. ¿Podría el Hollywood de este siglo presumir tal ambición? Nuevas circunstancias, nuevas pantallas.

+¿Deseas saber cuáles son las 30 series dramáticas claves en la historia de la televisión? Haz click aquí.

marzo 26, 2012

Series dramáticas, 30 referentes claves (TV/2)

por Mauricio González Lara

He aquí una selección de las que consideramos las series dramáticas más destacadas de la historia de la televisión. Como todas las listas, el ejercicio es injusto y controversial. Fans de CSI o House, prepárense para hacer corajes.

1 The Wire. Confesión: a estas alturas, la verdad, ya cansa tanto encomio para The Wire. De Mario Vargas Llosa a Slavoj Zizek, sin olvidar el aplauso de Jonathan Franzen y el mismísimo Barack Obama, prácticamente no hay ningún personaje de influencia en la aldea global que se resista a hacer pública su admiración por la serie creada por David Simon. Pero ni modo, discrepar sería estúpida necedad: el retrato más acabado de  los absurdos y contradicciones de la guerra contra el narco es, también, la mejor serie de todos los tiempos. Las cinco temporadas de The Wire constituyen una nueva manera de contar historias. La piedra de toque de la nueva televisión estadounidense. Todo un triunfo.

2 Los Soprano. Hipocresía, insatisfacción, hastío, mezquindad. La vida de Tony Soprano y sus dos familias, la sanguínea y la mafiosa, es triste y desoladora, y sin embargo, la contemplamos extasiados durante nueve años. ¿Qué más se puede apuntar ya de Los Soprano? Tan sólo reiterar nuestra profunda admiración por David Chase, que mantuvo íntegra y pura su visión desde los acezantes créditos iniciales hasta el incomprendido final. Ah, sí, otra cosa más: James Gandolfini, eres el actor protagónico más grande en la historia de la televisión y tu rostro merece estar en el Monte Rushmore.

3 Berlin Alexanderplatz. Sobre advertencia no hay engaño: Berlin Alexanderplatz, la adaptación de Rainer Werner Fassbinder de la novela de Alfred Doblin de 1929, es una experiencia demandante que requiere concentración y compromiso. El esfuerzo se paga con creces: esta crónica de una Alemania incapaz de escapar de la locura, la violencia y el fracaso, contiene la hora y media más delirante filmada por Fassbinder: un fantasmagórico epílogo en el que el protagonista Franz Biberkopf, padrote y ladrón de poca monta, deambula por las ruinas de su propio subconsciente. Transmitida por la televisión alemana en los 80, las 15 horas y media de Berlin Alexanderplatz ya están disponibles en DVD.

4 El Decálogo. Este trabajo del ya fallecido Krzysztof Kieslowsky está compuesto por diez cintas que abordan conflictos morales inspirados en los imperativos de la religión cristiana. Ambientada en un conjunto habitacional de Varsovia, El Decálogo contiene dos obras maestras: Decálogo Uno (amarás a Dios sobre todas las cosas) y Decálogo Seis (no cometerás adulterio), ambas historias sobre la fragilidad de nuestras creencias y la imposibilidad del amor. Si bien fue exhibida originalmente en la televisión polaca, el resto del mundo vio por primera vez las cintas de El Decálogo en circuitos de arte. De hecho, existen versiones extendidas de Decálogo Seis y Decálogo Cinco bajo los nombres de No Amarás y No Matarás.

5 La Dimensión Desconocida. Si los nietos del fallecido Rod Serling, demiurgo de La Dimensión Desconocida, pudieran cobrar por cada idea que le han robado a su abuelo, contarían con suficiente dinero para mantener en la opulencia a sus descendientes por toda la eternidad.  No existe una serie más imitada, punto. Episodios como Nightmare At 20,000 Feet, It’s a Good Life y The Lonely, por mencionar algunos, se encuentran entre lo mejor de la narrativa del siglo pasado. Evitar a toda costa la versión noventera de la serie con Forrest Whitaker como “anfitrión”.

6 Mad Men. El ascenso y segura caída de Don Draper es la historia del fin del sueño americano.  A lo largo de cuatro temporadas hemos visto la celebración de la ambigua ingenuidad sesentera, la muerte de Marilyn Monroe, el origen del significado de las marcas (como el caso de Kodak y su “Carrusel”),  la liberación sexual y el asesinato de John F. Kennedy. Faltan Woodstock, Vietnam y Nixon. No podemos esperar. Nota al margen: confiamos en que el apresurado final de la cuarta temporada sea un simple tropiezo y no el tono prevaleciente de la quinta.

7 El Escudo. La lealtad es la más desechable de las virtudes humanas. ¿Qué mejor prueba que  la trayectoria seguida por  el equipo de policías liderado por el corrupto Vic Mackey (Michael Chiklis) a lo largo de siete temporadas? Intenso e impredecible, El Escudo es un sólido policiaco de extraña complejidad moral que merece mucho más aprecio del que tiene. El final, además, es inspiradísimo: no podía haber peor destino para el carismático Mackey que el infierno “Godínez” de un cubículo.

8 Yo, Claudio. En términos estéticos, esta adaptación setentera de las novelas Yo, Claudio y Claudio, El Dios y su Esposa Mesalina, de Robert Graves, es simple teatro filmado. Con actores como Derek Jacobi, John Hurt, Sian Philips y Brian Blessed, la parquedad de la puesta en escena se agradece. Las secuencias entre Calígula (Hurt) y Claudio (Jacobi), así como la muerte de Augusto, son inolvidables. Cruel, decadente, y perversamente divertida, Yo, Claudio es  una masterclass de actuación. A años luz de esperpentos relamidos como Roma, Los Borgia o Los Tudor.

9 Deadwood. Deadwood es el mejor western que ha dado la televisión. Su propuesta: los viciosos capitalistas del decadente salvaje oeste son los verdaderos padres fundacionales de Estados Unidos. Los insultos escritos por David Milch son fuerza épica en los labios del portentoso Al Swearengen, interpretado con contemplativa brutalidad por Ian McShane. Es una lástima que sólo haya durado tres temporadas.

10 El Reino. A causa de la muerte de tres de sus actores claves, Lars von Trier ya no pudo continuar esta hilarante historia sobre un moderno hospital atormentado por fantasmas. Realizada con cámara en mano y en constante tono sepia, El Reino es una ácida burla a la tecnocracia danesa disfrazada de serie de terror. Momento de gloria: Udo Kier –sí, Udo Kier- como el bebé más perturbador que se haya visto desde la criatura de Eraserhead. El innecesario remake estadounidense fue escrito por Stephen King.

11 Los Expedientes Secretos X. Aunque su discurso “new age” –“I want to believe”- resultaba ocasionalmente molesto, lo cierto es que esta serie creada por Chris Carter era más adictiva que el crack. Por un momento en los 90, no empobrece admitirlo, todos fuimos expertos en teorías alienígenas de la conspiración. Los placeres de Los Expedientes Secretos X aún siguen vigentes, incluido el crush por la escéptica Scully (Gillian Anderson, ¿dónde demonios estás?).

12 Twin Peaks. ¿Cómo olvidar al engañosamente angelical cadáver de Laura Palmer envuelto en plástico?  La poesía oscura de esta “telenovela” creada por David Lynch y Mark Foster era todo un oasis de subversión en el que momentos cómicos y bizarros se alternaban con imágenes de inquietante belleza.  ¿Qué habrá sido de Dale Cooper? ¿Aún seguirá poseído por “Bob”?

13 Battlestar Galactica. Una prueba de las posibilidades de la nueva televisión estadounidense. La original Battlestar Galactica se reducía a un infantil combate entre humanos y robots con ridículos efectos especiales; esta “reimaginación”, por otro lado, es una adulta alegoría sobre la lucha actual entre civilizaciones divididas por sus cosmovisiones religiosas.  El capítulo que utiliza a All along the watchtower como detonador narrativo es una locura.

14 Boss. Este retrato del poder y sus pecados escrito por Farhad Safinia y producido por Gus Van Sant se pasea entre la tragedia shakespeareana y el “pulp” más truculento. Kelsey Grammer interpreta el papel de su vida como un enfermo y durísimo alcalde dispuesto a hacer cualquier cosa para mantenerse en el cargo. Van Sant, quien también dirige el piloto, fija una inusual cámara de detalles (gestos, ojos, labios) que se respeta a lo largo de todos los episodios.

15 Boardwalk Empire. Esta crónica  de los años de gloria de Nucky Thompson y su imperio del vicio, la Atlantic City de los años de la prohibición, no está libre de críticas. La queja recurrente: Steve Buscemi está “miscast” como Nucky, un rol que en teoría demanda una personalidad más amenazante que la de un buen actor de reparto. Puede ser, pero las luces de las primeras dos temporadas de la serie obnubilan casi por completo sus defectos. Plus: pocas cosas más deslumbrantes que el desbordante piloto dirigido por Martin Scorsese.

16 Mildred Pierce. Con esta miniserie basada en la novela de James M. Cain, Todd Haynes, director de Velvet Goldmine y Safe, logra su mejor trabajo. No lucía fácil, sobre todo porque la novela ya había sido adaptada al cine con éxito en 1945 por Michael Curtiz con Joan Crawford en el rol principal (por el que ganó un Oscar). Con inteligencia, Haynes se aleja del clásico cinematográfico, aprovecha la duración larga del formato televisivo y se concentra en trasladar fielmente el punzante diálogo de Cain. Kate Winslet consigue una interpretación trágica distinta a la de Crawford.

17 Breaking Bad. La metamorfosis de Walter White en zar de la droga está casi completa. Del hombrecillo que daba clases de química casi no queda nada; hoy White es un monstruo cuya bondad sólo está en su mente. Las cuatro temporadas que hasta ahora lleva Breaking Bad distan de ser perfectas: las impresionantes actuaciones de Brian Cranston y Aaron Paul no siempre pueden ocultar las concesiones de la serie (la recesión del cáncer de White, las resoluciones inverosímiles) ni sus clichés (¡los acentos pochos de esos narcos!). No importa: seguiremos la saga hasta el final.

18 Six Feet Under. Quizá las últimas temporadas perdieron foco y se engolosinaron con sus rarezas, pero en sus mejores momentos, Six Feet Under era una sentida meditación sobre la vida y la muerte contada en clave de humor negro. Plus: las solas aperturas de cada capítulo, en las que contemplábamos las infinitamente estúpidas formas en que morimos, le garantizan un lugar en esta lista.

19 Prime Suspect.  Antes de interpretar a la reina de Inglaterra y a espías en decadencia, Helen Mirren personífico a Jane Tennison, la “borrachales” e inestable detective de Scotland Yard encargada de la sección de homicidios. El triunfo de la serie es que Mirren enfrenta todas las problemáticas implícitas en ser una mujer policía sin jugar el rol de víctima.  El remake estadounidense con María Bello se queda corto ante la aspereza del original.

20 En Terapia. De acuerdo: la manera en que el sicólogo interpretado por Gabriel Byrne termina relacionándose sexualmente con sus pacientes raya en lo implausible, y sí, algunos episodios son aburridos y lacrimógenos. Pero nobleza obliga: las sesiones con Blair Underwood, John Mahoney e Irrfan Khan son bombas de tiempo ejecutadas a la perfección. El formato corto, además, es ideal para disfrutarse entre semana.

21 Columbo. No se necesita ser disruptivo cuando se le da a un actor de alto nivel la libertad para crear un personaje icónico; sólo basta con dotar a la fórmula que se elija de integridad y solvencia narrativa. House tenía al personaje y al actor, pero careció de la integridad suficiente para saber cuándo parar. Bien pudo haber aprendido algo de Columbo, un detective tan entrañable que Wim Wenders no dudó en reclutar a Peter Falk para interpretarse a sí mismo como solidario ángel en Las Alas del Deseo.

22 Homeland. Un 24 para gente pensante. Damian Lewis proyecta una empática vulnerabilidad como el héroe de guerra que en cualquier momento podría revelarse como un terrorista de altos vuelos, y Claire Danes está muy vistosa en su creciente bipolaridad (sobre todo en los episodios que cierran la primera temporada). El desafío para Homeland: entregar una segunda temporada sin perder inteligencia.

23 Luz de Luna. De Los Simpson a Community, las metareferencias  y la ruptura de “la cuarta pared” son moneda común en la televisión estadounidense. Todo se lo debemos a este innovador “dramedy” creado por Glenn Gordon Caron y protagonizado por Cybill Sheperd y Bruce Willis, que pasó de ser una serie de detectives a un ejercicio de delirio posmoderno: en el último capítulo la acción es interrumpida por trabajadores de la ABC contratados para desmantelar el set.

24 Friday Night Lights. La vida de una pequeña población de Texas se conforma de expectativas rotas y fracasos, pero también de sueños y pequeñas victorias. El epicentro de todas esas emociones: los partidos de futbol americano del equipo del pueblo, The Dillon Panthers. Un melodrama sencillo tan honesto como contundente.  Hasta Bret Easton Ellis, autor de American Psycho, se declara fan de sus “buenos sentimientos”.

25 El Hombre Increíble. La peluca del Hulk de Lou Ferrigno siempre nos dio risa, no obstante, había algo genuinamente triste en Bill Bixby como el errante y solitario David Banner. El nombre de la pieza para piano que cerraba todos los capítulos lo dice todo: “The lonely man”.

26 Miami Vice. Más allá de lo ridículos diálogos y las poses de comerciales de perfume de Don Johnson, esta serie de Michael Mann contribuyó a definir una estética “neón” de la que aún maman varias dizque vanguardias. Botón de muestra: Drive, de Nicolas Winding Refn.

27 La Ley y el Orden. Sólo basta ver un programa de La Ley y el Orden para saber cómo van a ser todos los demás. Irónicamente, ese aparente defecto, su restringido formato doble (policías/fiscales),  es su principal virtud: hay una innegable constancia que hace que cada capítulo sea casi imposible de abandonar una vez que se comienza a ver. Quizá no se recuerde nada de lo visto tres horas después, pero vaya, no todo tiene que ser una experiencia religiosa.

28 El Precio del Deber (Hill Street Blues). Numerosos personajes, textura documental, tracking shots yuxtapuestos,  vulnerabilidad, fracasos, antiglamour. Este serial policiaco introdujo una serie de innovaciones en la década de los 80 sin las cuales sería imposible explicarse la televisión actual.

29 La Unidad. A primera vista, La Unidad luce como un ejercicio propagandístico orientado a estimular el apoyo a las fuerzas armadas estadounidenses. Error. La serie creada por David Mamet es un estudio de la vida familiar de los soldados de élite que muestra el desdén con el que son tratados por la clase política dominante de Washington.

30 Sherlock. Holmes y Watson reimaginados en tiempos actuales. Producida por la BBC, infinitamente más interesante, efectiva y fiel al espíritu de Arthur Conan Doyle que las cintas de Guy Ritchie. La primera temporada se consigue ya en varias tiendas.

+Nuevas historias, nuevas pantallas.

+Las series más decepcionantes de la televisión, «acá».

marzo 26, 2012

Las series más decepcionantes de la televisión (TV/3)

por Mauricio González Lara

Estas series empezaron bien, pero…

Lost. En lugar de ser una resolución a los acertijos planteados durante más de 90 horas, el final es una cursilería monumental donde todos los protagonistas literalmente se van al cielo con sus seres queridos. Una mentada de madre. Como bien dice Abed en Community, la metáfora televisiva del «lack of payoff».

¿Tú también te sientes avergonzado de haber visto Lost durante más de un lustro? Haz click «aquí».

Nip Tuck. La carencia de ideas era tan evidente en su fase final que sólo falto que le hicieran una cirugía plástica a un extraterrestre.

Entourage. A partir de la tercera temporada, Entourage se convirtió en un Sex in the city para hombres. Hasta Ari Gold se tornó irritante. El resultado de contar el mismo chiste una y otra vez.

The Walking Dead. Hacia el final de la primera temporada la serie se degeneró en una telenovela aburrida y exasperante.  Todo un insulto a la cultura zombie.

Damages. La primera temporada luce prometedora gracias a su estructura de flashforwards, una disfrutable truculencia y un sólido cuadro de actores. Todo se cae en la segunda. ¿Alguien cree que Rose Byrne da el ancho para ser rival digna de Glen Close?

Más textos sobre TV:

Nuevas pantallas, nuevas historias (TV/1)

Series dramáticas, 30 referentes claves (TV/2)

marzo 21, 2012

La diva de la generación American Idol

por Mauricio González Lara

¿Cómo explicar el descomunal éxito de Adele? Una tesis: su historia e imagen empatan a la perfección con las de un reality show.

En 2006, Chris Anderson, editor de la revista Wired, publicó The Long Tail: Why the Future of Business is Selling Less of More. En el libro, Anderson explicaba que el “mainstream” era una noción casi anacrónica, ya que la consolidación de Internet había redundado en una sofisticada segmentación de los mercados. De hecho, durante una conferencia que dio en México hace algunos años, aseguraba con excesiva confianza que nunca se volverían a ver éxitos discográficos como Thriller, de Michael Jackson, que ha vendido de 1982 a la fecha más de 110 millones de copias.

Personajes como Jackson eran producto de una cultura popular concentrada en medios como la televisión y distribuida a través de una política tradicional de inventarios; con Internet, sentenciaba Anderson, el futuro radicaba en vender más productos pero en menos cantidades y durante periodos más amplios (en tener  “la cola larga”, pues). El futuro de la industria del entretenimiento radicaba en apostarle a un universo compuesto mercadotécnicamente en numerosas tribus, y no en bloques homogéneos.

¿Qué pensará ahora Anderson cada vez que entra a un centro comercial y escucha por enésima vez Rolling in The deep, Someone Like You u otro de los sencillos emblemáticos de Adele, la cantante británica de 23 años que se ha convertido en la sensación pop más grande del siglo?

A poco más de un año de su lanzamiento, Adele lleva más de 15 millones de copias vendidas de 21, su segundo álbum. 21 sigue en el top 5 de una buen parte de los países del mundo, no muestra signos de debilidad y es muy probable que se corone como uno de los discos más vendidos de la historia. ¿El fin del “mainstream”? Difícilmente.

Anatomía de un culebrón

¿Cómo explicar el éxito descomunal de Adele? La inglesa no carece de facultades artísticas. No cualquiera puede ejecutar tan bien un culebrón como Someone like you sin dominar, así sea de manera subconsciente, ciertos resortes en la interpretación. En “Anatomy of a tearjerker”, artículo publicado por The Wall Street Journal el pasado 11 de febrero, el sicólogo Martin Ghun desmenuza la dinámica:

“Todo es cuestión de “apoggiatura”: una especie de nota ornamental que choca con la melodía de tal manera en que genera un sonido disonante que produce tensión en el escucha. Adele hace eso en Someone Like You. La canción comienza con un patrón suave y repetitivo. La letra fija un ambiente de pérdida (“… he escuchado que encontraste una chica y te casaste”). Cuando entra el coro, Adele sube una octava, aumenta el volumen, y la canción se libera de su orden establecido. Nuestro sistema nervioso se pone en alerta y el corazón se acelera. Dependiendo del contexto, interpretamos la reacción como positiva o negativa, como feliz o triste. Cuando hay varias “appogiaturas” en una sola melodía, se crean ciclos de fuerza y relajación que pueden mover a ciertas personas a las lágrimas.”

Si bien su voz no es superior a la de cualquier corista profesional, Adele sabe cómo componer e interpretar canciones cursis y universales con inspiración y gracia. Aunque resulta insuficiente para explicar el fenómeno en su totalidad, tal mérito nadie se lo regatea.

Reality killed the pop star

Realities como La Voz y X-Factor han vendido la falsa idea de que cualquiera puede ser un ídolo si cuenta con una buena voz y logra colocarse en el lugar y tiempo correctos. Llenita, pedestre, y sin mayor pretensión, Adele es la heroína ideal de aquellos que creen que lo único que se necesita para acceder al templo de la celebridad es voluntad y sentimiento.

La historia es elemental pero efectiva: Adele es una gordita común y corriente a la que le rompieron el corazón. Seguramente el exnovio al que le canta en Someone Like You se casó con una mujer más delgada y sofisticada. La vida apesta para Adele, pero sólo de manera momentánea, pues de ese dolor plasmado en canciones surge algo increíble: el éxito global. La mejor venganza de Adele es que los chicos que la despreciaron la vean ahora como renacida Ave Fénix, solar y famosa, humilde pero consciente de su alta estatura en el mundo del espectáculo.

El discurso del “underdog” –el débil que termina alzándose con la victoria- no es nuevo. Lady Gaga, por ejemplo,  se presenta constantemente como una chica que se tornó en artista a causa de las burlas de los chicos que la consideraban una “freak” en la escuela. Amén de la veracidad de sus motivos, todo en Lady Gaga es calculado; sólo basta ver uno de sus videos para certificar que es un producto de numerosas horas de planeación y entrenamiento. Nadie duda que Lady Gaga sería capaz de descuartizar a alguien si esto le garantizara mantenerse en la cima. La historia de Adele, en cambio, es un guión perfecto para La Academia. Todo luce “natural” y “auténtico”, noble, sin malicia, casi involuntario.

Si Adele puede, ¿por qué nosotros no? No en vano Youtube está repleto de engendros como Los Vázquez Sounds y demás infamias deseosas del estrellato instantáneo. Un dato que refuerza la tesis del reality: Adele casi no otorga conciertos. Una de las reglas no escritas de la industria musical es que no puedes volverte popular en Estados Unidos sin realizar una extenuante gira por todos los rincones de ese país. En contraposición a esta creencia, Adele nunca acepta propuestas para presentarse en festivales y ha cancelado dos tours por Norteamérica: uno en el 2008, a causa de que deseaba pasar más tiempo con su novio, y otro en 2011 por problemas en su garganta. Quizá sea por eso que cada actuación en vivo se anuncie como un gran evento, como si se tratara de un enorme acontecimiento televisivo. Los Brit Awards, los MTV Video Music Awards, los Grammys, en fin, el único lugar donde se puede apreciar a Adele es en programas de televisión con altos registros de audiencia. Es un contrato de beneficio mutuo: al convertirse en los “Shows de Adele”, las entregas de premios generan una atención que no hubieran alcanzado sin la cantante, a la que presentan como un ídolo emanado del pueblo.

Bajo esas coordenadas, no es exagerado afirmar que Adele es la diva perfecta para la generación de American Idol. Reality killed the pop star.

*Este texto aparecerá en un formato distinto en la revista Deep del mes de abril.

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