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octubre 4, 2009

Felipe Calderón, el amo de las porras

por Mauricio González Lara

LIC. FELIPE CALDERON HINOJOSA

Habilidoso para el discurso motivacional, pero de gestión decepcionante y poco efectiva, Felipe Calderón Hinojosa, nuestro honorable presidente, es el amo de las porras.

De acuerdo con el Diccionario de la Real Academia Española, un porrista es una persona entusiasta que, con un pompón en cada mano, anima a su equipo y a los espectadores con cantos y movimientos gimnásticos. El porrista, apunta el diccionario, también es un hincha que apoya de manera incondicional a su equipo, sea desde la tribuna, a través de gritos y aplausos, o en reuniones y eventos, donde defiende con pasión e intensidad las virtudes de su camiseta. Un porrista no es un actor en la toma de decisiones, ni tiene injerencia alguna en el gran esquema de las cosas; si sus porras contribuyen o no al mejor desempeño de su equipo, no es relevante: el animador es una escandalosa caja de resonancia cuya eficiencia es juzgada por la cantidad de ruido que hace. De hecho, como sabe cualquier aficionado a los deportes, existen muy malos equipos con excelentes porristas, lo que no forzosamente significa que sean individuos de presencia memorable.

El porrista, por definición, es una persona gris, sin rostro, cuyos gritos de apoyo a veces se confunden en medio de otros gritos, provenientes de porras antagónicas y más escandalosas. Tampoco hay que minusvalorarlo, aunque no requiere talento para la operación ni capacidad de mando, la labor de porrista no es sencilla: se requiere ser optimista y gritón todo el tiempo. En México contamos con grandes porristas; nuestro país goza de un superávit de personajes envalentonados que lanzan discursos motivacionales y ganadores, pero que a la hora de la verdad, cuando hay que traducir las palabras en acción, simplemente optan por emitir más porras y gritos. El mejor exponente de esta dinámica, qué duda cabe, es nuestro presidente, Felipe Calderón Hinojosa, el amo de las porras.

Del dicho al hecho

“Pegarle al presidente”, como se dice en el argot periodístico, ya no es prueba de nada. Desde el tristemente famoso error de diciembre de 1994, los ataques periodísticos contra la figura presidencial son ya un lugar común en buena parte de los medios de comunicación. En el caso específico de Felipe Calderón, el grueso de las críticas adolece de maniqueísmo y desinformación. Los pecados de nuestro actual presidente no son, como suponen algunos medios izquierdistas, los atavismos o conservadurismos morales (Calderón es un tipo demasiado ilustrado como para ser un “meón de agua bendita”); tampoco son, como argumentan algunos “conspiracionistas” trasnochados, las filiaciones dogmáticas al neoliberalismo o a poderes fácticos abstractos como el Banco Mundial o la “oligarquía empresarial” (no hay, por lo menos en términos económicos, un proyecto presidencial genuinamente ortodoxo).

El problema de Calderón, materializado al máximo en estos primeros tres años de su administración, es su confusión conceptual: vehemente y apasionado, el presidente cree que las cosas suceden por el simple hecho de desearlas intensamente. La planeación -es decir, el establecimiento de las pautas de gestión que permitirán la obtención futura de resultados- no es algo que considere importante: Calderón, porrista al fin, se mueve siempre en el “sí se puede”, pero nunca dice cómo ni cuándo planea obtener los logros que anhela y promete. Como candidato, juró que iba a ser el presidente del empleo, que México crecería a un ritmo de alrededor del siete por ciento anual, que evitaría que los mexicanos saltarán al otro lado de la frontera para buscar una vida más digna, que disminuiría la criminalidad, que enfrentaría al corporativismo sindical, que establecería un plan de salud universal, en fin. Hoy, sin embargo, la decepción es desoladora: el presidente ni siquiera ha podido cumplir con una medida tan sencilla como la eliminación del pago de la tenencia, ya ni se diga con el porcentaje de crecimiento que prometió (a no ser que le haya faltado precisar que ese siete por ciento se iba a registrar en términos negativos, como sucederá en este 2009).

A diferencia de otros políticos, Calderón nunca suena hueco ni carente de habilidad retórica; es más, con frecuencia sus discursos son francamente inspiradores. Botón de muestra: el mensaje que dio el pasado dos de septiembre con motivo de su tercer informe de gobierno. Emocionado y con el majestuoso Palacio Nacional de fondo, Calderón enumeró nuestros males, lamentó fallas sistémicas y conmino a todas las fuerzas políticas a establecer consensos y ejecutar una agenda de verdadero cambio, la cual plasmó en un decálogo de reformas impostergables (redimensionamiento fiscal, telecomunicaciones, salud, entre otras).

“Las cosas ya no pueden seguir así”, enfatizó el presidente. ¿Quién podría argumentar lo opuesto? El entusiasmo funcionó algunos días: opiniones favorables de editorialistas, benevolencia por parte de líderes de la oposición, felicitaciones de empresarios, etcétera. No obstante, a un mes de distancia, queda claro que el decálogo presidencial no pasó de ser una porra más: no hay una sola acción por parte del gobierno que permita pensar que esta vez las cosas sí van a ser diferentes. Todo lo contrario: los cambios en el gabinete confirmaron la sospecha de que a Calderón le gusta rodearse de gente leal, pero de dudosa efectividad y conocimientos; el paquete fiscal -una herramienta vital para promover el crecimiento empresarial, el empleo y la creación de riqueza- es un modelo de falta de imaginación, que aparte presenta un aumento al IVA bajo el ofensivo disfraz del “combate a la pobreza”; y la batalla contra el crimen, tan cacareada por los incondicionales del presidente, se volvió a agotar en decomisos sin importancia o en golpes mediáticos, como el patético dizque secuestro del avión de Aeroméxico. Peor aún, Calderón se niega a aceptar los errores: en un lenguaje cada vez más agresivo y menos cifrado, el presidente sugiere que no sumarse a la porra equivale a ir en contra del progreso del país.

¿Qué hacer frente a esta lógica? Quizá la respuesta la tenga Thomas Szasz, el polémico sicólogo húngaro que define a la herejía como “el acto de insistir en que dos más dos son cuatro cuando lo apropiado, lo patriótico, lo profesional, es decir que son cinco». En estos momentos, sobra decir, el país podría usar más herejes como los descritos por Szasz, y menos porristas vacuos como el presidente. (F)

*Este texto se publica en la revista Deep de octubre.

septiembre 30, 2009

La crítica es placer, una charla con Jorge Ayala Blanco

por Mauricio González Lara

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Creador de una obra que abarca más de cuatro décadas y numerosos libros, Jorge Ayala Blanco es uno de los críticos cinematográficos más reconocidos del mundo de habla hispana. No hay nadie como él: ilustrado, corrosivo y en extremo inteligente, Ayala Blanco sólo considera válida la crítica que se demanda la misma clase de rigor que le exige a la obra artística

En entrevista, el autor de Cinelunes exquisito, espacio que publica semana tras semana en el diario El Financiero, reflexiona sobre el papel que debe jugar la crítica cinematográfica que aspire a ser algo más que una mera reseña promocional.

¿Para qué sirve hoy la crítica de cine?

La crítica sirve para prolongar e intensificar el placer del cine. Esa siempre ha sido mi postura. ¿Para qué otra cosa podría servir? La crítica seria, la que aspira a desmenuzar una película, es casi algo del pasado. No existe en los medios tradicionales, porque estos mismos medios son ya especies en extinción. La mayoría de los críticos funcionan como guías para saber qué ver el fin de semana, y nada más. Se hace más marketing que crítica real. Algunos dicen que quizá el futuro de la crítica se encuentre en Internet, pero la idea no me entusiasma: a excepción de uno o dos sitios, me parece que Internet funciona más para crear grupos o sumarse a tribus; casi todo el lenguaje está expresado en una clave cerrada y poco trabajada. Como lector, Internet no me parece interesante. Probablemente los tiempos nos obliguen a repensar las cosas, pero yo me aferro a mi idea original: desde los 12 años de edad busco y leo crítica de cine por un motivo perfectamente egoísta, prolongar e intensificar mi placer. Ser crítico significa estar vivo: equivale a jugar, a negarse a renunciar a una dimensión de tu personalidad que disfrutas y te define.

Algunos críticos se imaginan como gurús supremos que deciden lo que es bueno o malo. Su juicio de valor parece importarles más que la película en sí.

Yo los llamo “críticos Ratatouille”: personas que se asumen como una clase de supraconciencia de la obra, la cual siempre requiere ser evaluada. Concebir así a la crítica puede ser un ejercicio de soberbia o humildad, todo depende de la persona que la ejerza. Ratatouille se burla de una manera muy inteligente de esa clase de crítica, al tiempo que la rescata y hasta la valora. Yo creo que uno debe de estar siempre al servicio de la obra. El “crítico Ratatouille” puede resultar molesto, pero a mí me parece todavía más abominable el “crítico pilmama”, que es el que se la pasa en el apapacho constante a las películas y los directores. El “crítico pilmama” es el que se apiada del director porque “le echó muchas ganas”, o se conmisera de los productores porque “le invirtieron mucha lana al proyecto”, o suelta frases como “hay que apoyar al cine mexicano”. Otro crítico pavoroso es el “rellena planas”, que es el que habla de la sinopsis, la trayectoria del director, las circunstancias de la filmación y un sinfín de paja que no dice en realidad nada de la película. El juicio del “crítico rellena planas” siempre aparece en el último párrafo y es una cochinadita de dos líneas. También está el otro extremo. A mí me encanta que la crítica sea corrosiva, pero si no se va más allá de eso, uno se convierte en un “crítico vinagrillo”: un amargado al que le obsesiona más la guillotina que la crítica misma. La vida de la crítica es lo importante; es decir, la crítica debe ir hacia un lugar: la premisa introductoria no puede ser la conclusión. La crítica que no va a ninguna parte, la que sólo da vueltas sobre sí misma, es gratuita y poco placentera.

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¿Qué tanto te importa el lector? ¿Cómo concibes tu relación con él?

El lector me importa enormemente. No me interesa el solipsismo ni hablarle a mi ombligo. En mis libros jamás hablo en primera persona, al contrario, intento borrarme, ser impersonal. El uso de la tercera persona siempre es más inteligente. Es una cuestión de respeto: nunca debemos suponer que estamos por encima del lector. Mi lector ideal es un compañero de butaca con el que puedes platicar y establecer una complicidad inteligente. Quiero creer que a mí me hubiera interesado leer las notas que hoy escribo cuando tenía 18 años; me gusta pensar que escribo para el joven que yo fui. Para mí, un buen crítico descubre aspectos que yo no detecté, o que quizá sí sentí pero no pude precisar. O como alguien decía de manera muy inteligente: un buen crítico es el que esclarece las películas oscuras, y oscurece las películas claras. Eso sigue vigente. Hay películas que en apariencia lucen transparentes y simplonas, pero una vez que te das el lujo de meterte en el inconsciente del cineasta, resultan ser complejísimas. A veces, el mejor crítico es el que se asume como el terapeuta de los directores. ¿Por qué no? Me parece muy válido. También creo que un buen crítico debe de nutrirse de cosas diferentes al cine. Una crítica que sólo se alimenta de la cultura cinematográfica se convierte en algo absurdo y autorreferencial que no le hace ningún servicio al lector.

Imaginar al Ayala Blanco que conjuga fascinado lo que ve me resulta imposible en un medio que no sea impreso. Hay una ambición formal en tu prosa que te coloca muy por encima de tus colegas.

Cuando escribes hay una sobrecarga conceptual y expresiva que te obliga a asumir un estilo, la intención formal a la que te refieres. Uno no puede escribir como habla, ni hablar como escribe. Sería un absurdo. Ahora, en mi caso, el estilo no viene de un rincón de mi mente que sea enteramente propositivo. Mi intención es desmontar los mecanismos internos de una película e interpretar las emociones que sentí, y no verme a mí mismo en el papel de escritor o en función de otras expectativas que no sean la de explicarme la película. Es una especie de conversación unilateral: me explico a mí mismo la película para así intentar explicársela a las demás. También es cierto que ejerzo la crítica con libertad, pues no me limito forzosamente al formato de la nota de periódico, sino que escribo bajo la asunción de que todo va a ser plasmado en un libro: si la crítica da para 7,000 o 20,000 caracteres me da lo mismo, escribo lo que debe de salir. Eso repercute en que mi estilo sea menos compacto y mucho más libre, a la vez que me hace más consciente de la permanencia del juicio. Mi obra va sobre tres caminos desde hace 40 años, que son tres series de libros. La primera serie es sobre el cine mexicano, la cual está ordenada alfabéticamente. La letra “i” ya está en imprenta y ya preparo la “j”, que se titulará La joda del cine mexicano. La segunda serie es sobre el cine extranjero, la cual se agrupa bajo el nombre de “cine actual”. De ésa ya entregué un tomo titulado Verbos nucleares y preparo Estallidos genéricos, donde abordo cómo han estallado los géneros cinematográficos en los últimos años. Finalmente, la última serie es la de La cartelera cinematográfica, que ya lleva ocho tomos y enlista los estrenos cinematográficos. Sé que suena excesivo que un crítico escriba sobre la marcha tres series de libros, sobre todo en México, donde ya escribir crítica de arte es un triunfo, no se diga crítica cinematográfica.

¿Qué tan consciente eres de las tendencias de opinión que se generan en torno a un director o una película? ¿Te afectan a la hora de decidir sobre qué y cómo vas a escribir?

Yo escribo sobre la película que vale la pena escribir. No sobre la que me encantó o la que odié, sino la que me resultó más interesante esa semana. Yo sé que a veces el criterio puede ser frustrante: a ti te puede parecer muy atractiva una película y esperar en vano a que escriba sobre ella. Tomemos el ejemplo de Michael Mann. ¿Por qué demonios no escribí sobre Colateral o Miami vice? Pues porque me parecieron pueriles y de dudoso interés. A muchos críticos les parecieron increíbles, formidable, pero a mí no. Lo mismo me pasó con Heat. Su película más reciente, Public enemies, ya estaba en otra dimensión y decidí escribir sobre ella. Mi espacio es demasiado valioso como para escribir sobre mugres. Hay veces en las que de plano veo algunas películas por sola disciplina. ¿Para qué analizarlas? No se trata de buscar lo raro o lo diferente, sino de encontrar algo que te motive a escribir. ¿Para qué perder el tiempo con otro pinche thriller de autos chocones? Esas películas se desmontan solas. No tiene sentido. Sobre todo ahora, cuando hay muchas expresiones radicales que merecen ser comentadas.

En estos años se ha dado un rompimiento muy importante: aferrarse a una obra personal y llevarla hasta sus últimas consecuencias, a pesar de que el autor esté en lugares donde prácticamente la industria ha desaparecido. La polarización es fascinante: en paralelo al macrocine, el de onerosos presupuestos y efectos especiales, se ha desarrollado un microcine de avanzada que, a mi juicio, constituye lo más valioso de esta década. Yo no me hubiera imaginado nunca que en México, donde la industria está devastada, surgieran monstruos como Carlos Reygadas o Amat Escalante, que manejan un nivel asombroso. Lo mismo sucede en lugares tan insospechados como Malasia o Filipinas, donde de repente surgen autores que nadie conoce y terminan haciendo obras maestras. En términos cualitativos, esta década dio un salto enorme con respecto a las anteriores. Ya no vimos un cine determinado por los grandes nombres, sino por el surgimiento de obras mayores realizadas por desconocidos y de manera mínima y marginal. Las catedrales del cine ya no van a ser firmadas por las vastas trayectorias, sino por nombres discretos, quienes probablemente no volverán a filmar tras descollar con una o dos películas magistrales. De esos autores habrá miles y en todas partes del mundo. ¡Qué bueno! Eso es lo maravilloso de estos años: en el momento aparentemente crepuscular de la industria del cine, el arte cinematográfico ha dado un levantón espectacular.

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¿Qué tan cinéfilos somos los mexicanos? ¿Cómo se conecta esa cinefilia con nuestra industria cinematográfica?

No nos va bien si nos comparamos con el resto de Latinoamérica. Argentina y Perú, por mencionar dos ejemplos, están muchos más desarrollados que nosotros en ese aspecto. ¡En Argentina hay 10,000 estudiantes de cine! En México no existe una verdadera cultura cinematográfica; existen, eso sí, “las beatas de la Cineteca”: personas que están al pendiente de ciertas películas renombradas, como las de los Oscares, o de asistir a eventos sociales relacionados con el cine, como conciertos o cocteles. Está muy bien que hagan toquines en la Cineteca y que vayan los “roqueritos”, pero esos no son verdaderos cinéfilos. Eso pasa también con la mayor parte de los críticos. A mí no me gusta echar pestes contra la Cineteca, porque bien o mal es una organización que opera en la mera resistencia cultural, sobrevive a su propia muerte. Los amantes del cine en México no cultivan su cinefilia en los cineclubes; son chavos que se surten con los piratas que están afuera de las librerías y de la misma Cineteca. Esos chavos cuentan con una cultura cinematográfica mucho más grande que la que yo tenía a su edad: lo saben y lo consiguen todo. Lamentablemente, esa gente es minoría. Ni siquiera ves cinéfilos en las seis o siete escuelas fraudulentas de cine que hay aquí. Lo primero que les dicen los maestros a los alumnos en esas escuelas es que ya no vayan al cine, porque les da malas ideas y luego creen que pueden hacer aquí lo que ven ahí. ¡Las escuelas de cine ni siquiera cuentan con la capacidad de formar buenos cinéfilos! Se crea un círculo vicioso: los malos cinéfilos no pueden ser buenos cineastas. A menos, claro, que sean genios de la intuición. Puede pasar, pero es rarísimo.

¿Cómo imaginas al Ayala Blanco crepuscular? ¿Planeas retirarte o piensas morir en la sala de cine, tomando notas y planeando el siguiente libro?

Yo me veo como un aspirante a ser el Manoel de Oliveira de la crítica cinematográfica: el señor es un director de más de 100 años de edad y sigue haciendo las películas más avanzadas de la actualidad. Mientras tenga lucidez, la edad me vale madres. Hay muchas maneras de plantearte la vejez. Lo padre de tener 67 años es que, mientras tengas memoria, tienes ese año 67 y todos los anteriores, ¡pero al mismo tiempo! Aún encuentro revelaciones y momentos perfectos que me motivan a hacer crítica. Cuando deje de disfrutar el cine dejaré de escribir, pero no veo cercano ese momento. No siento que mi prosa o mis puntos de vista se sientan viejos o rebasados. Me interesa lo que sucede y lo que va a pasar. No me refugio en el pasado, sino que hurgo en él para descubrir más placer. El viejo es una persona que dice todo el tiempo “no tengo ganas”: “no tengo ganas de salir”, “no tengo ganas de ir al cine”, “no tengo ganas de confrontar lo nuevo”, etcétera. Yo todavía tengo ganas, muchas ganas. (F)

+Esta entrevista se publicará en la edición de diciembre-enero de Deep. ¡Cómprenla ya!

++Las fotos son de Guacamole Project. ¿Te gustaron? Visita su sitio: Guacamoleproject.com

julio 2, 2009

Lecciones electorales (o cómo me enamoré de Maite)

por Mauricio González Lara

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Ahora que las campañas para las elecciones intermedias están a punto de ser un triste recuerdo, vale la pena recuperar algunas lecciones dejadas por el comportamiento de los actores del teatro político nacional.

1. Estamos secuestrados por la partidocracia. Los partidos políticos –PAN, PRI, PRD, PVEM y demás entidades amorfas bautizadas ya hace un buen tiempo por Vicente Fox como “la chiquillada”- han confeccionado un sistema electoral restrictivo e impenetrable. En términos prácticos, si una expresión política no pasa por el andamiaje de intereses, confabulaciones y complicidades de los partidos, simple y llanamente no existe. No sólo porque inscribir una candidatura independiente en las boletas frente a la ley electoral actual es una misión casi imposible –se piden porcentajes de registro iguales a los de un partido-, sino porque cualquier inquietud o reclamo que se registre fuera de la esfera de la partidocracia es considerada por los políticos profesionales como una blasfemia que, de no conjurarse, bien podría marcar el inicio del fin de los tiempos.

Caso de estudio: la condena automática y virulenta de los partidos frente al llamado de varios círculos sociales a votar “en blanco”. Nunca un tema electoral había galvanizado tanto a la clase política como la posibilidad de que los votantes se presentaran en las urnas y anularan su voto a manera de protesta. “Infantil”, “un retroceso de la democracia”, “un complot de fuerzas perversas”, “manipulación de intereses oscuros”, entre muchas otras, fueron algunas de las sentencias que el triunvirato conformado por el PAN, PRI Y PRD emitieron en voz de sus respectivos líderes: Germán Martínez, Beatriz Paredes y Jesús Ortega.

¿Cabía la posibilidad, así fuera mínima, de que un ciudadano que votara “en blanco” lo hiciera porque no confía en los partidos ni se siente representado por ellos? Desde luego que no: así como los hinchas mexicanos están obligados a llenar el Estadio Azteca para ver a su patética selección, los ciudadanos están obligados a soportar y reverenciar a los partidos, no importa qué tantas veces los jodan o los traicionen. No me cuesta ningún trabajo imaginarme a algunos de los candidatos dándose vuelo con sus sesudas reflexiones en algunos de los “think tanks” de la intelligentsia política mexicana (entiéndase el Champs Elysées, El Cardenal o el Churchill’s): “¡Pues qué se creen estos pinches indios! ¿Qué estamos en Francia?”

2. El rechazo y el disgusto no son sinónimos de apatía. Frente a una elección, el elector tiene tres opciones: votar por un partido político, abstenerse o votar “en blanco” a manera de reclamo contra el sistema (dentro de esta opción incluyo la posibilidad de que escriba el nombre de un candidato independiente, cuya viabilidad de ser electo al no estar registrado en la boleta, sobra decir, es nula). En esta elección, como nunca antes en la historia reciente del país, varios líderes de opinión (Eduardo Ruiz Healy, Carlos Loret de Mola, Dulce María Sauri, Lydia Cacho) expresaron abiertamente su deseo de dejar el “voto en blanco”.

Algunos de esos líderes, quién podría dudarlo, actúan en función de agendas políticas y empresariales; sin embargo, la incapacidad de la clase intelectual para responder a su argumento esencial –“no puedo respaldar a alguien en quien no creo”- reveló la increíble falta de racionalidad en la que se sustenta nuestro actual sistema político. A lo más, el grueso de los editorialistas se limitó a esbozar una defensa basada en el supuesto de que había que votar por el menor de los males, por el “menos peor”. ¿Se le puede exigir a un ateo que crea en el cristianismo porque de lo contrario se corre el riesgo de abrirle a la puerta a una posible expansión del fundamentalismo musulmán? No faltó, también, el comentarista que invocó la máxima de Winston Churchill: “la democracia es un sistema imperfecto, pero es el mejor que existe”. ¿Desde cuándo la democracia es sinónimo de un sistema partidista caciquil que no representa a la gente ni le rinde cuentas? Absurdo.

3. Nadie vigila nada. Durante la primera quincena de junio, Televisa transmitió a lo largo de su barra de telenovelas numerosos comerciales de su tradicional revista TVyNovelas, donde uno se entera de los chismes y vicisitudes de los famosos que estelarizan los culebrones mexicanos. La empresa está en todo su derecho de publicitar los productos que quiera. No obstante, en los anuncios se mencionaba que la revista traía una entrevista con Raúl Araiza, actor y conductor de Hoy, donde explicaba las razones por las que apoyaba las propuestas del Partido Verde, como la pena de muerte y el vale para medicinas. En síntesis, el comercial era un vil spot publicitario del Partido Verde disfrazado como anuncio de TVyNovelas, lo que en teoría constituía una falta a la ley electoral vigente, que prohíbe la contratación directa de espacios publicitarios en televisión por parte de los partidos. Hasta hoy, ni Televisa ni el PVEM ni el IFE han dado una explicación seria y congruente al respecto. Y como ese caso, se dieron muchos en esta campaña (de manejos similares de TV Azteca con su revista Vértigo, a la descarada entrevista que le hicieron a Demetrio Sodi en pleno medio tiempo de un partido de futbol). Conclusión: nadie vigila nada, no porque no importe, sino porque a ninguno de los actores mediáticos les conviene cerrar la caja.

4. Nuestra agenda de prioridades está jodida. Para regocijo del PAN, el tema que predominó en las campañas electorales fue la seguridad, y en específico, la lucha contra el crimen organizado. No dudo que la lucha contra el narco sea un problema grave que amerita resoluciones enérgicas; empero, es muy probable que en este 2009 la economía decrezca entre un 6 y 8 por ciento, a la vez que se pierdan entre 700,000 y un millón de empleos. La situación es crítica y se ubica casi en los mismos niveles de la crisis de 1995. ¿No debió ser éste el gran tema de discusión en las campañas? Si el decrecimiento fuera de 3 o 4%, quizá el argumento de que esta es una crisis generada en el exterior hubiera sido válido, pero queda claro que el gobierno ha sido incapaz de ejecutar las tan anunciadas medidas anticíclicas de principio de año, lo que ha redundado en que la recesión se transforme en debacle.

En materia económica, la obesidad de Agustín Carstens, nuestro secretario de Hacienda, se ha convertido en el símbolo perfecto de la abulia y la desidia de la administración de Felipe Calderón. Pero bueno, menos mal que para la mayoría de la población lo realmente importante es atrapar al Chapo (e ir al Mundial, obviamente).

5. Maite Perroni está buenísima. Los únicos spots electorales que me gustaba ver eran los del Partido Verde. Me imaginaba un mundo perfecto donde Maite y yo hablábamos de mariposas monarca y reservas ecológicas, justo después de hacer el amor en la terraza del piso 51 de Torre Mayor a las cuatro de la mañana.(F)

*Este artículo aparece en la revista Deep de este mes de julio. ¡Sal y cómprala!

junio 9, 2009

Sueños pachecos

por Mauricio González Lara

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Los hermanos Galindo, productores del Show de los sueños y Hazme-reír, han reinventado con intensidad delirante el orden simbólico de los reality shows. Va una reflexión al respecto.

En el libro Nobrow: the culture of marketing, the marketing of culture (2001), el analista John Seabrook planteaba una teoría que a estas alturas ya se ha establecido como una asunción general del mundo occidental: a diferencia de quienes los precedieron en el siglo XX, las generaciones nacidas a partir de los 60 dejaron de percibir con claridad la diferencia entre la “alta cultura” (highbrow) y la “baja cultura” (lowbrow), puesto que la manera en la que se relacionaban con la cultura entendida en su acepción más general, y determinada en buena medida por los medios de comunicación electrónicos, tendía a concebir a la realidad en un neutro nobrow, donde lo sofisticado y lo popular se mezclaban para crear un solo flujo o mainstream. Esta nueva dimensión estaba íntimamente relacionada con un cambio socioeconómico: las élites burguesas culturales, ésas de apellidos de abolengo y asociadas a la “alta cultura”, estaban en proceso de ser eliminadas por una serie de nuevas élites sin prosapia y tradición, pero con más dinero y vitalidad. Expuesto en términos más simplones: adiós glamour, hola naquez.

En el mundo nobrow, el valor absoluto es la celebridad, la cual se calibra en función de la exposición mediática. Si no sale en televisión, el hecho no existe, punto. Ahora, ser una celebridad televisiva no es fácil. Amén de contar con los atributos físicos necesarios (naturales u operados), y el estómago necesario para soportar las tribulaciones que impone el camino a la fama, se requiere estar en el lugar y el momento indicados. Por cada Ninel Conde que “la hace”, hay miles de teiboleras que, por más ganas que le echen, no van a pasar del sofá de un wanna be que se hizo pasar por director de casting. Hay que decirlo: a menos de que uno esté dispuesto a convertirse en un asesino en serio o matar viejitas, el camino al éxito mediático no se recorre a fuerza de mera voluntad, la suerte y la fortuna influyen, y mucho. Andy Warhol no tenía razón: por más que lo intenten, no todos pueden tener sus 15 minutos de fama.

Una buena parte de la sociedad, desesperada por ser célebre, es incapaz de aceptar esa neta. Por ello, no sorprende que el concepto del reality show se haya popularizado tanto en esta década: crea la falsa sensación de que cualquiera puede acceder al mundo del estrellato, siempre y cuando esté dispuesto a exhibir sus limitaciones o miserias personales. Esa dinámica se da ya en casi todo el planeta. La globalización del mal gusto, supongo. En nuestro país, sin embargo, hemos alcanzado grados de pintoresquismo inéditos gracias a los hermanos Santiago y Rubén Galindo, productores de los Shows de los sueños (Bailando por un sueño, Cantando por un Sueño, Sangre de mi sangre, Los reyes del show y, en una variación menos azotada, el reciente Hazme-reír), quienes han llevado a los realities a extremos de tal ridiculez que no queda otra más que tirar la toalla y reconocer que representan el surgimiento de una nueva clasificación antropológica: el jodidobrow.

Angeles de la guarda

La dinámica de los “Shows de los sueños” es muy sencilla: tras una serie de castings, la producción recluta a un conjunto de “soñadores” para que, ayudados cada uno por una luminaria del Canal de las estrellas, puedan transformar su esperanza en materia. A contracorriente de La Academia o los realities producidos por Pedro Torres (Big Brother), el sueño no consiste en convertirse en un famoso; aquí, en el universo jodidobrow de los Galindo, el valor absoluto no es la celebridad, sino el escape de la jodidez. Lo que importa es estar bien jodido. No basta con estar desempleado o carecer de dinero, no, aquí la precariedad debe ir acompañada de una situación límite que le inyecte un exasperante dramatismo a la pobreza: una madre cuyo cáncer podría ser erradicado con una costosa operación, un padre discapacitado en imperiosa necesidad de una prótesis, un hermano susceptible de perder la vista si no se le somete a una onerosa terapia, en fin, mientras más ojete sea el dilema, mejor.

En el juego escénico de la representación del Show de los sueños, las celebridades fungen como ángeles guardianes que acobijan a los soñadores y pelean por su sueño a través de su participación conjunta en una serie de concursos de baile y canto cuya baja calidad avergonzaría a cualquier estudiantina de colegio marista. Las celebridades participantes, los ángeles cuya luz traduce los sueños en realidad, se dividen en cuatro clases: los lanzamientos (famosos en efervescencia como Pee wee y Nigga), los talentosos sin fama (estrellas que sí cantan, pero que no han logrado ni lograrán consagrarse: la gordita Sheyla, Kalimba), las vedettes estrambóticas en busca de redención (Ninel Conde, Niurka, Gloria Trevi) y los naquitos de relleno (José Manuel Figueroa). Sin racionalidad aparente, estos concursos son calificados por personalidades has been’s como Lupita D’Alessio y Amanda Miguel, quienes, proporciones guardadas con el humor irreprochable de Jim Henson, desempeñan una función más cercana a la de los críticos vejetes que comentaban la acción en el Show de los muppets que a una honesta labor de ponderación. Prueba de ello es que sus calificaciones no importan en la praxis, pues es la audiencia (¿quién más?) la que decide vía votos telefónicos quién se queda o sale del Show de los sueños. El pueblo no inclina su preferencia hacia el soñador más jodido o al equipo más talentoso (¡malditas masas!), sino en función de la celebridad con más arrastre. El maestro de ceremonias, el San Pedro de este paraíso, es Adal Ramones, ese Raúl Velasco posmoderno que, gracias a la magia de la televisión y los implantes de pelo, ahora luce como el primo metrosexual del conductor que hasta hace poco conducía Otro rollo (+).

Bajo la óptica de la televisión mexicana, la única forma en que un pobre puede convertirse en rico es descubriendo que es la hija o hijo abandonado de una familia rica, como sucede en el 99.9% de las telenovelas, o de plano ganando la lotería o un concurso. En un país tan desigual como el nuestro, el trabajo y el esfuerzo no son valorados porque no representan mecanismos efectivos de movilidad social. En ese sentido, la contribución de los Galindo no es menor, ya que le han encontrado una tercera vía al escape de la pobreza: hoy, como consecuencia de la intervención divina de las celebridades, uno quizá no deje de estar jodido, pero por lo menos sí pueda conseguir esa anheladísima operación para la abuelita o el hermanito. Y si no, pues qué caray, ¡por lo menos la gloriosa satisfacción de cantar a dúo con la Trevi en el primetime del 2! (F)

+ Adal Ramones tomó un ¿merecido? break y se abstuvo de conducir Hazme-reír, el esfuerzo más reciente de los Galindo. Sus sustitutos: Marco Antonio Regil y Angeliquita Vale.

++Este artículo se publicó originalmente en la revista Deep.