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marzo 23, 2011

Charlie Sheen, lecciones de un “party animal”

por Mauricio González Lara

Hay mucho que aprender de la debacle de Charlie Sheen, el más grande “party animal”.


Putas, drogas y alcohol; aquí, ahora y a toda hora. Pocas criaturas han aguantado tantos excesos como Charlie Sheen, quien por casi tres décadas ha sido uno de los buques insignia de la depravación en Hollywood. El fin de la fiesta está cercano. Tras una serie de brutales parrandas, Sheen fue despedido a principios de marzo de Two and a Half Men, el sitcom que en años recientes lo convirtió en una celebridad mundial.  Desde entonces, Charlie es el corredor estrella de una acelerada e hilarante carrera hacia la autodestrucción. ¿Sobrevivirá? Van cinco lecciones que hemos aprendido de su orgiástico viaje:

1. El éxito aburre, perturba y enloquece. Nadie puede acusar a Charlie de ignorar el origen de su decadencia. En numerosas entrevistas, Sheen no se ha cansado de expresar que la principal causa de su desazón no es una cursilería sensiblera como el desamor, sino algo mucho más tangible y peligroso: el aburrimiento. Charlie está aburrido porque no conoce el fracaso, o por lo menos no lo ha sentido en su dimensión más  profunda, la de no alcanzar lo que se desea.  De ambición corta y pulsiones básicas, Sheen no se imagina a sí mismo como un actor al nivel de un Sean Penn o un Robert Downey Jr. Cualquier otro habría estado a la altura de su papel en Pelotón, la película ganadora del Oscar que lo catapultó a la fama a los 21 años. Tampoco se necesitaba  poseer un carisma espectacular para sacar adelante su rol en Wall Street, de 1987, ni protagonizar las olvidables Navy seals o El principiante, de los 90. Sheen siempre ha sido un actor mediocre y nunca ha pretendido otra cosa. Cuando orientó su carrera a las sitcoms y los spoofs estilo Hot Shots! nadie lamentó nada; por el contrario, muchos le aplaudieron la lucidez de capitalizar la fama que le quedaba. Lo único que Charlie ha querido de la vida es celebridad y dinero; bajo esos parámetros, es un triunfador que ha ganado una y otra vez desde que tenía 20 años. ¿Cómo no sentirse aburrido? El mismo Sheen explicaba el dilema en 2001 en una entrevista para Playboy:

 

“Cuando somos niños nos enseñan a enfrentar el fracaso, pero no nos enseñan  a lidiar con el éxito. Si a la primera no lo logras, te educan para que lo intentes una y otra vez. Nos enseñan que debes trabajar duro para conseguir lo que quieres. ¿Pero qué sucede si triunfas la primera vez que lo intentas? ¿Qué pasa si sigues triunfando sin importar lo que hagas, si cada vez trabajas menos duro pero consigues más? ¿Qué sucede entonces?”

A 10 años de distancia, ya lo sabemos: te fumas 10  gramos de cocaína al día y te coges a todas las actrices porno que puedas; si después de eso sigues sin perder, enloqueces y explotas en cadena nacional para que  te corran de un programa que te paga cerca de 50 millones de dólares la temporada por interpretar una versión edulcorada de ti mismo. Eso es, a grandes rasgos, lo que sucede.

2. Siempre hace falta más coca. En mayo de 1988, Charlie Sheen arribó a la primera estación de control que anuncia que tienes un problema que vas a ser incapaz de manejar solo. Aburrido de inhalar y fumar cocaína, Charlie decidió adentrarse en territorio junkie y se inyectó de golpe el material adquirido para la semana. El resultado: una sobredosis que casi lo mata y su primera visita a un hospital. Sheen descubrió que, con la cocaína, no existe el “es demasiado” o el “ya basta”, siempre hace falta más. A diferencia de la marihuana, el ecstasy o el LSD, con la cocaína la posibilidad del “stash” o el guardadito no es viable. No importa si compras uno o cinco gramos, la fiesta terminará hasta que lo consumas todo. Eso es algo que Charlie aprendió en los fresas ochenta, cuando la duración de la farra se limitaba a unas cuantas grapas. Hoy, cuando decide enfiestarse, Sheen manda pedir varios ladrillos de cocaína, los cuales llegan a su casa en estilizados portafolios de diseñador. ¿Suena épico? Lo es. Charly –a quien apodan “la máquina” en honor a su prodigioso aguante- es probablemente el “party animal” más salvaje que ha dado el star system gringo; nunca nadie en Hollywood había tenido tanta voluntad y recursos para ponerse tan hasta la madre durante tanto tiempo. Si a la adicción a la cocaína y al alcohol se le suman la obsesión por el porno, los exabruptos violentos y una marcada falta de densidad como ser humano, Sheen es un fenómeno antropológico, no muy lejano al enajenado Alex de La naranja mecánica. Es más, si alguien merece ser sometido al método Ludovico, ése es Charlie Sheen.

3. La adolescencia se ve mal a los 45. En buena medida, Two and a Half Men se convirtió en un éxito de cientos de millones de dólares gracias a la manera en que extrapoló durante ocho temporadas la imagen decadente de Sheen en el personaje de Charlie Harper. Empero, queda claro que la magia del sitcom derivaba también de los ingeniosos guiones de Chuck Lorre y la brillante labor de patiño de Jon Cryer, quien en las últimas temporadas alcanzó un grado de genio cómico en verdad destacable (de hecho, en términos actorales, casi todo el elenco de Two and a Half Men es muy superior a Sheen). Por ello, resulta desconcertante ver a Charlie, de 45 años, mostrar tanto desdén y resentimiento hacia la serie que lo hizo millonario. Es una actitud propia de un adolescente. Sheen nunca creció. Su lenguaje, incluso, es el de un teenager trasnochado, repleto de palabras como “dah!”, “dude”, “radical”, “awesome”, y un largo etcétera sacado de películas como Pointbreak o Dude, Where’s my Car? Bajo esa lógica, Sheen es una más de las celebridades masculinas que deciden perpetuar su adolescencia a extremos ridículos (Tiger Woods, Bret Michaels); hombres que chillan como bebés cuando alguien amenaza con quitarles sus juguetes.

4. La gente que te lame las suelas termina por morderte los pies. En estos tiempos de castrante corrección política, nos gusta pensar que alguien es capaz de existir en un estado de gratificación permanente y desinhibida. El problema es que Sheen no luce divertido con su desmadre. Uno de los aspectos más perturbadores de la crisis de “la máquina” es su evidente soledad. Más allá de lo simpático y gozoso que puede resultar la idea de vivir  rodeado de actrices porno –las famosas “diosas” que lo acompañan en todo momento-, la verdad es que Charlie no tiene a nadie. Divorciado y sin la custodia de sus hijos, Sheen es presa de la adulación de sus “diosas” y su entourage, quienes, entre línea y línea, sólo saben aplaudirle. El escenario de “intervenir” a Sheen es casi imposible: no existe nadie en su cotidianeidad que quiera ayudarlo. Los vicios de Charlie han creado una mini-industria de putas, dealers y representantes que se colapsaría en caso de que éste optara por la sobriedad. Ni siquiera Martin, su padre, puede ya acercársele. La metáfora maestra para comprender la debacle de Charlie es El retrato de Dorian Gray: toda la fealdad y el morbo explotador de Hollywood se reflejan en él. Al igual que la protagonista de “Las zapatillas rojas”, el cuento de Hans Christian Andersen, Sheen ya  no puede dejar de bailar. Y nosotros pedimos más, como el público que alienta al corredor de autos a aumentar la velocidad con la esperanza de que se estrelle. Cualquiera que haya visto los inquietantes streamings que grabó para protestar por su despido de Two and a Half Men sabe que no hay juicio moral en la comparación: Charlie está devastado, por más que diga que sólo sabe ganar.

5.    Es de grandes saber cuándo salirse de la fiesta. No es sencillo darle la espalda al calor del vicio. Escenario hipotético: es el cuarto día de fiesta y estás exhausto. Ya todos cogieron con todos y lo único palpable es la desconfianza, el resentimiento y la paranoia. Tu nariz está hecha polvo y apenas puedes hablar. La música sigue, pero ya no más, te dices. Es hora de dormir. Vas a tu cuarto, abres la puerta y  ahí están Charlie y las “diosas”, con sus quijadas trabadas, tetas de silicón y culos perfectos. Un rato más, un poco más. ¿Vas a decir que no? ¿Tienes los tamaños para hacerlo? Creo que ya sabemos la respuesta.

+La versión extensa de este artículo se publicará en la revista Deep de abril, a la venta a partir de la próxima semana.

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febrero 2, 2010

México, ¿país de junkies?

por Mauricio González Lara

Este año le dedicaremos varias entregas a la guerra contra el narco emprendida por Felipe Calderón, a la vez que publicaremos algunas entrevistas con expertos en la materia y periodistas que han cubierto de primera mano el conflicto, como Diego Enrique Osorno. En esta primera entrega abordamos el mito del aumento en el consumo.


Basta de autoengaños. México vive una guerra total, de suma cero, donde, a diferencia de lo que sucede eventualmente con otros conflictos, no hay diálogo ni tratado de paz posible. La diplomacia, aquí, no opera. Sólo existen dos bandos, radicalmente opuestos, destinados a combatir hasta que uno aniquile al otro. Al demonio con la posmodernidad y sus relativizaciones: el combate es por la sobrevivencia misma de todo los que nos da sentido; la pelea es por ti, por tu familia, por tus hijos. El enemigo es el mal, la criminalidad más violenta y brutal, pura y resoluta, a punto de tornarse, si no damos la batalla, en un estadio sin punto de retorno. No hay tiempo para divisiones ni discrepancias: es hora de actuar y vencer por cualquier medio necesario. El país, la sociedad misma, se encuentra en riesgo inmediato de hundirse irremediablemente en la corrupción, el caos y la violencia. Si fracasamos, generaciones enteras quedarán atrapadas en la adicción, perdidas, degradadas, mancilladas. No hay otra prioridad. Es todo o nada. Dime, aquí y ahora, ¿contamos con tu apoyo?

¿Suena familiar? Ornamentos más, ornamentos menos, ése es el discurso con el que, a lo largo de ya más de tres años, Felipe Calderón Hinojosa ha reclutado el apoyo de la sociedad mexicana para librar una cruenta e inusitada cruzada contra el narcotráfico. No ha sido fácil. Basta recordar que como consecuencia de su cerrado triunfo electoral, más allá de filias y posturas, Felipe Calderón arribó a la presidencia de México con la percepción de que cargaba con un intenso déficit de legitimidad (sospechas de fraude aparte, justificadas o no, lo cierto es que la mayoría del electorado no voto por él). El reto de emprender acciones y proyectos de gobierno que ganaran el apoyo mayoritario de la sociedad, a la vez que neutralizaran el rencor de sus detractores, era mayúsculo. Se podría especular, no sin ingenuidad, que un personaje de miras mayores se hubiera inclinado por dinámicas más significativas y genuinamente transformadoras que las del combate al crimen organizado, como reformas estructurales a la energía o al fisco o, como se lo sugirieron varios analistas en su momento, al acotamiento de los poderes fácticos que han obstruido la competitividad del país (¿es creíble una reforma educativa que no pase por el desmantelamiento del SNTE?, ¿la competencia desleal de Telmex promueve la competitividad en las telecomunicaciones?, ¿por qué no hay una tercera cadena nacional de televisión abierta?). Pero no, Calderón optó por una ruta de legitimación más histriónica y volátil: la batalla contra el narcotráfico.

La estrategia de imagen ha sido más efectiva de lo esperado: pese a la desesperante mediocridad y falta de inventiva con la que su equipo manejó la crisis financiera, Calderón aún registra tasas de aprobación superiores al 60 por ciento. A escala internacional, la admiración es aún más notoria: ¡cómo olvidar la entrevista donde Barack Obama comparaba a Felipillo con el mismísimo Eliot Ness! Hasta ahora, vista desde un ángulo de estricta propaganda política, la lucha contra el narco ha sido un éxito. Eso es indiscutible. Visto desde el ángulo de la efectividad y el bienestar nacional, sin embargo, la campaña antinarco es un desastre que amenaza con explotarle en la cara al presidente y sumir a la sociedad en una espiral de violencia que la coloque al borde de la ingobernabilidad. Es tiempo de clarificar: la guerra de Calderón, peligrosa e irresponsable, está destinada al fracaso por sus falsedades y pecados de origen, como su mito más evidente: el aumento en el consumo.

Foto tomada del periódico La Jornada

¿Nación junkie?

La justificación moral del combate a las drogas en México se centra en la asunción de que el consumo de estupefacientes se ha disparado a niveles tan alarmantes que se corre el riesgo de que nos convirtamos en un país de adictos. Esta variable es relativamente novedosa: hasta hace algunos años, la percepción general de la sociedad consistía en que el país era una ruta de paso para que la droga llegara a Estados Unidos, y no un destino significativo para el consumo. Todo eso cambió con Calderón, cuya preocupación retórica ante el peligro de que las nuevas generaciones queden atrapadas por las fauces de las drogas raya con frecuencia en el sermón.

No obstante, como bien anotan Jorge Castañeda y Rubén Aguilar en su libro El narco: la guerra fallida (Santillana,2009 ), el consumo de drogas en México no ha aumentado de manera importante en los últimos 10 años. De acuerdo con un análisis comparativo de la Encuesta Nacional de Adicciones, elaborada por la Secretaría de Salud a través del Consejo Nacional contra las Adicciones, el porcentaje de la población urbana, de entre 12 y 65 años, que reconoce haber probado alguna vez cualquier droga ilícita casi no registra movimiento: 5.3 por ciento en 1998, 4.2 por ciento en 2002 y 5.5 por ciento en 2008. Las cosas no cambian mucho en términos relativos, entre los que admiten haber consumido drogas una vez en su vida y los usuarios consuetudinarios. La encuesta del 2002 revela 307,000 personas adictas; la del 2008, seis años después, 465,000. Es decir, un incremento de menos de seis por ciento al año, lo que en un país de 110 millones de habitantes representa apenas 0.4 por ciento de la población.

Cuando el gobierno de Calderón reveló los resultados de la Encuesta Nacional de Adicciones del 2008, los presentó de tal manera en que se proyectaba la idea de que el consumo se había desbordado. Castañeda y Aguilar explican la trampa: “La prensa no entendió el significado de la Encuesta Nacional de Adicciones y reaccionó de forma intempestiva. De manera sensacionalista y falsa, detectó un alza exorbitante del consumo, cuando la encuesta proporcionaba una información contraria. Por ello el gobierno la bajó del portal y prometió divulgar posteriormente los datos definitivos. Más de un año después, seguimos esperándolos.”

¿Es la adicción a las drogas un problema de salud que no puede ser minimizado y requiere de acciones de Estado concretas y asertivas? Sin duda. ¿México corre el riesgo inmediato de tornarse en una nación de junkies? Desde luego que no. Esa mentira de origen, sin embargo, es la base de una guerra cuyo saldo ya rebasa las 15,000 muertes en lo que va del sexenio. ¡Valiente triunfo para Eliot Ness y sus intocables! (F)

+Este texto aparece publicado en el número de febrero de la revista Deep bajo el nombre La falsa guerra contra el narco (1ª parte)

++En días recientes, antes de terminar este artículo, Genaro García Luna, secretario de Seguridad Pública, difundió en una comparecencia ante el Congreso cifras sobre el consumo de drogas significativamente más altas que las oficiales de la Encuesta Nacional de Adicciones. García Luna no reveló las fuentes de sus números, según los cuales existen 4.7 millones de adictos a diversas drogas, y no 465,000, como lo señala la Secretaría de Salud.

Le pregunté a Jorge Castañeda su opinión. He aquí su respuesta: “García Luna no dio fuentes. Si lo que reportó la prensa es cierto -4.7 millones adictos-, estaríamos mucho peor que Estados Unidos, diez veces peor que hace un año y medio (si comparamos las cifras con las del Consejo Nacional de Adicciones), y al borde de una hecatombe nacional de pachequez.»