El desastroso concierto de los Arctic Monkeys debería marcar un “antes” y un “después”: basta ya de tolerar desorganización y malos servicios en “eventos de primer nivel”.
-Para Ana Marín y Carlos Cantú, sobrevivientes ejemplares del concierto de Arctic Monkeys, y para Toni Francois, sobreviviente de todos los demás.
Es un autoengaño recurrente: cuando hablamos sobre nuestra adolescencia, en lugar de revisitar la alienación y el desasosiego que caracterizaron a esos años infernales, casi siempre exponemos con lujo de detalle las hazañas y ritos de iniciación que nos convirtieron en las personas valientes y sólidas que, supuestamente, somos ahora.
Olvidemos los choros que elucubramos cuando relatamos nuestra primera cogida, o incluso la inventiva manera en la que disfrazamos lo idiotas que éramos para los madrazos, y centrémonos, mejor, en viñetas menos obvias pero más emblemáticas; en esos momentos que, para haber sido disfrutados plenamente, requerían de esas pequeñas y tan deseadas dosis de arrojo que no fuimos capaces de generar, pese a que en público nos guste afirmar lo contrario. Nunca reuní el valor para saltar del segundo trampolín de la alberca olímpica, ni tampoco robé nada del Juguetirama que se ponía todas las navidades frente al Aurrera de la esquina, ni mucho menos me atreví a sacar a bailar a la vecinita gordibuena que me tiraba la onda sin reparar en mi apostada indolencia.
“These things, they go away”, nos dice Michael Stipe, líder de REM, en Nightswimming. Y tiene razón, el 99 por ciento de las veces; el uno por ciento restante, sin embargo, lo podemos redimir por las causas más absurdas e inesperadas en algún momento de nuestra vida adulta. Gracias a la negligencia de Ache producciones, el pasado 21 de abril, durante el caótico concierto de los Arctic Monkeys en la explanada del Estadio Azteca, tuve la oportunidad de cauterizar un viejo trauma: lejos de comportarme como el adolescente respetuoso y fresa que sigue indicaciones, pide permiso para pasar, evade las concentraciones y ve el recital a media distancia mientras abraza a su vieja, me torné a mis 36 años en un vándalo que saltó bardas, tiró vallas, insulto policías, empujó personas, pisoteó mujeres y literalmente dio el portazo para llegar a la zona por la que había pagado, todo bajo el grito de guerra: “cuerpo, corazón y mente, ¡todos a preferente!”.
Fue una experiencia liberadora, reconozco, pero por todas las razones equivocadas. El concierto de los Arctic Monkeys casi deriva en tragedia: miles de personas que habían pagado alrededor de 70 dólares por un boleto en sección preferente no pudieron acceder a la misma debido a la estupidez de los organizadores, quienes no pudieron coordinar ni contener los flujos de una muchedumbre que, ante la obvia sobreventa, se salió de control. Frente a la desfavorable cobertura de prensa del evento y las innumerables quejas y mentadas de madre que los fans realizaron al día siguiente en las redes sociales, Ache producciones no tuvo otra opción más que la de reembolsar el boleto. El daño, empero, ya estaba hecho: una noche desperdiciada y la frustración de ver en pésimas condiciones a una buena banda.
Me gustaría pensar que la experiencia de los Arctic Monkeys es una excepción, o en el peor de los casos, un desastre más de Ache Producciones, organizadora que a estas alturas es sinónimo de fraude y caos, pero al igual que mis recuerdos de adolescencia, sería engañarme una vez más: los conciertos en México, si bien numerosos y con bandas de primer nivel, sufren de todos los defectos posibles: precios altísimos, recintos de acústica espantosa, carencia de servicios, falta de seguridad, falta de planeación, indolencia ante el control de masas, y un largo etcétera que a estas alturas debería parecernos ya intolerable.
No se trata de criticar por sistema. Nobleza obliga: el simple hecho de traer una banda a nuestro país implica una serie de negociaciones y laberintos logísticos en verdad descomunal. Demandar precios iguales a los de Estados Unidos o Europa sería una aberración. No obstante, no existe ninguna razón válida por la que los recintos no cuenten con instalaciones y sonido de primer nivel, en especial si se toma en cuenta que buena parte del cuidado de los mismos está cubierto con patrocinios que rebasan al mismo evento. (Nota para las marcas: si me la paso mal en un concierto en el Salón José Cuervo, no sólo le echo la culpa al organizador, sino que también asocio la mala experiencia con José Cuervo, quien supongo pagó varios millones por rebautizar al otrora Salón 21 con su nombre.)
No sólo nos hemos acostumbrado al maltrato, sino que con frecuencia lo celebramos, en específico cuando el abuso proviene del mismo artista. Caso de estudio: hace unos meses, el grupo The whitest boy alive suspendió una de sus presentaciones en un antro del DF porque el vocalista perdió sus lentes mientras saludaba al público. En Nueva York o Londres, tal actitud hubiera motivado el enojo y la sorna de buena parte del público y la prensa. Imagino perfectamente al NME burlándose de lo mariquita que resulta suspender un concierto de rock por perder unos lentes, por mencionar un medio paradigmático. Acá, en cambio, la actitud general era de franca indignación ante la posibilidad de que Erlend Oye, el cantante de la banda, se fuera con una mala imagen de nuestro país. “¿Qué va a pensar de nosotros?”, “¡qué vergüenza!”, “va a decir que los mexicanos somos unos nacos”, “¡pidamos disculpas!”
Curioso complejo de inferioridad: en México nos preocupa más caerle bien al artista que exigirle un desempeño de excelencia. La actitud, obvio, es capitalizada por organizadores que saben que mientras el artista diga “¡I love you México!” a la multitud no le va a importar fingir que el sonido es perfecto y que se la está pasando bomba, de manera muy similar al adolescente que afirma que dio la gran faena sexual cuando apenas y le toco una teta a su novia. Basta de pretender. Ojalá que lo sucedido con los Arctic Monkeys sea un parteaguas y comencemos de una buena vez a exigir lo justo.(F)
*Este texto se publica en la edición de junio de la revista Deep.