Archive for May, 2010

May 27, 2010

Conciertos infernales

por Mauricio González Lara

El desastroso concierto de los Arctic Monkeys debería marcar un “antes” y un “después”: basta ya de tolerar desorganización y malos servicios en “eventos de primer nivel”.


-Para Ana Marín y Carlos Cantú, sobrevivientes ejemplares del concierto de Arctic Monkeys, y para Toni Francois, sobreviviente de todos los demás.

Es un autoengaño recurrente: cuando hablamos sobre nuestra adolescencia, en lugar de revisitar la  alienación y el desasosiego que caracterizaron a esos años infernales, casi siempre exponemos con lujo de detalle las hazañas y ritos de iniciación que nos convirtieron en las personas valientes y sólidas que, supuestamente, somos ahora.

Olvidemos los choros que elucubramos cuando relatamos nuestra primera cogida, o incluso la inventiva manera en la que disfrazamos lo idiotas que éramos para los madrazos, y centrémonos, mejor, en viñetas menos obvias pero más emblemáticas; en esos momentos que, para haber sido disfrutados plenamente, requerían de esas pequeñas y tan deseadas dosis de arrojo que no fuimos capaces de generar, pese a que en público nos guste afirmar lo contrario. Nunca reuní el valor para saltar del segundo trampolín de la alberca olímpica, ni tampoco robé nada del Juguetirama que se ponía todas las navidades frente al Aurrera de la esquina, ni  mucho menos me atreví a sacar a bailar a la vecinita gordibuena que me tiraba la onda sin reparar en mi apostada indolencia.

“These things, they go away”, nos dice Michael Stipe, líder de REM, en Nightswimming. Y tiene razón, el 99 por ciento de las veces; el uno por ciento restante, sin embargo, lo podemos redimir por las causas más absurdas e inesperadas en algún momento de nuestra vida adulta. Gracias a la negligencia de Ache producciones, el pasado 21 de abril, durante el caótico concierto de los Arctic Monkeys en la explanada del Estadio Azteca, tuve la oportunidad de cauterizar un viejo trauma: lejos de comportarme como el adolescente respetuoso y fresa que sigue indicaciones, pide permiso para pasar, evade las concentraciones y ve el recital a media distancia mientras abraza a su vieja, me torné a mis 36 años en un vándalo que saltó bardas, tiró vallas, insulto policías, empujó personas, pisoteó mujeres y literalmente dio el portazo para llegar a la zona por la que había pagado, todo bajo el grito de guerra: “cuerpo, corazón y mente, ¡todos a preferente!”.

Fue una experiencia liberadora, reconozco, pero por todas las razones equivocadas. El concierto de los Arctic Monkeys casi deriva en tragedia: miles de personas que habían pagado alrededor de 70 dólares por un boleto en sección preferente no pudieron acceder a la misma debido a la estupidez de los organizadores, quienes no pudieron coordinar ni contener los flujos de una muchedumbre  que, ante la obvia sobreventa, se salió de control.  Frente a la desfavorable cobertura de prensa del evento y las innumerables quejas y mentadas de madre que los fans realizaron al día siguiente en las redes sociales, Ache producciones no tuvo otra opción más que la de reembolsar el boleto. El daño, empero, ya estaba hecho: una noche desperdiciada y la frustración de ver en pésimas condiciones a una buena banda.

Me gustaría pensar  que la experiencia de los Arctic Monkeys es una excepción, o en el peor de los casos, un desastre más de Ache Producciones, organizadora que a estas alturas es sinónimo de fraude y caos, pero al igual que mis recuerdos de adolescencia, sería engañarme una vez más: los conciertos en México, si bien numerosos y con bandas de primer nivel, sufren de todos los defectos posibles: precios altísimos, recintos de acústica espantosa, carencia de servicios, falta de seguridad, falta de planeación, indolencia ante el control de masas, y un largo etcétera que a estas alturas debería parecernos ya intolerable.

No se trata de criticar por sistema. Nobleza obliga: el simple hecho de traer una banda a nuestro país  implica una serie de negociaciones y laberintos logísticos en verdad descomunal. Demandar precios iguales a los de Estados Unidos o Europa sería una aberración. No obstante, no existe ninguna razón válida por la que los recintos no cuenten con instalaciones y sonido de primer nivel, en especial si se toma en cuenta que buena parte del cuidado de los mismos está cubierto  con patrocinios que rebasan al mismo evento. (Nota para las marcas: si me la paso mal en un concierto en el Salón José Cuervo, no sólo le echo la culpa al organizador, sino que también asocio la mala experiencia con José Cuervo, quien supongo pagó varios millones por rebautizar al otrora Salón 21 con su nombre.)

No sólo nos hemos acostumbrado al maltrato, sino que con frecuencia lo celebramos, en específico cuando el abuso proviene del mismo artista. Caso de estudio: hace unos meses, el grupo The whitest boy alive suspendió una de sus presentaciones en un antro del DF porque el vocalista perdió sus lentes mientras saludaba al público. En Nueva York o Londres, tal actitud hubiera motivado el enojo y la sorna de buena parte del público y la prensa. Imagino perfectamente al NME burlándose de lo mariquita que resulta suspender un concierto de rock por perder unos lentes, por mencionar un medio paradigmático. Acá, en cambio, la actitud general era de franca indignación ante la posibilidad de que Erlend Oye, el cantante de la banda, se fuera con una mala imagen de nuestro país. “¿Qué va a pensar de nosotros?”, “¡qué vergüenza!”, “va a decir que los mexicanos somos unos nacos”, “¡pidamos disculpas!”

Curioso complejo de inferioridad: en México nos preocupa más caerle bien al artista que exigirle un desempeño de excelencia. La actitud, obvio, es capitalizada por organizadores que saben que mientras el artista diga “¡I love you México!” a la multitud no le va a importar fingir que el sonido es perfecto y que se la está pasando bomba, de manera muy similar al adolescente que afirma que dio la gran faena sexual cuando apenas y le toco una teta a su novia. Basta de pretender. Ojalá que lo sucedido con los Arctic Monkeys sea un parteaguas y comencemos de una buena vez a exigir lo justo.(F)

*Este texto se publica en la edición de junio de la revista Deep.

May 7, 2010

Día de las madres

por Mauricio González Lara

¿Celebras a tu mamá con el Brindis del Bohemio? ¿Con Denisse De Kalafe? No jodas y lee esto.

Según un chiste popular, Cristo debió haber sido mexicano por tres razones: uno, sólo un mexicano sigue viviendo con sus papás hasta los 33 años; dos, todos los aztecas nos creemos los hijos consentidos de la divinidad, por lo que dejamos todo a su voluntad (“ya Dios dirá”), y tres, a casi todos nos gusta creer que nuestra madre es una virgencita inmaculada más allá de todo mal. Tal filosofía se refleja en toda su gloria durante el día de las madres. No es secreto: la imaginería del 10 de mayo representa a la madre mexicana como una figura abnegada, sacrificada y cosificada; como una virgencita, pues.

Con el ánimo de revertir esta tendencia, tristemente presente en pleno siglo XXI, van unos apuntes para que reconsideren la manera en que celebran a su madrecita.

1. Nada peor que “sacar” a la madre. La manera en la que el 10 de mayo se llenan los restaurantes estilo La Mansión de familias compuestas de 10, 20, o hasta 30 personas despide un tufillo de trágico mal gusto. Primero, porque como le sucede a todo treintañero soltero que se respete, me zurran los niñitos de entre 2 y 12 años que se la pasan chillando o corriendo como zarigüeyas enajenadas; segundo, porque las pobres madres y abuelas terminan siendo equiparadas simbólicamente al mismo nivel que una mascota a la que hay que sacar a pasear. La diferencia es que al perro lo sacan a diario, y a la madre, ¡pues sólo el 10 de mayo!

En algunas familias más jodidas, la celebración se realiza en casa de la progenitora. Es decir, lejos de relajarse y pasarla bien echando unos alcoholes, la madre cocina para toda la familia. Ya en ámbitos infernales, ciertas familias celebran multitudinariamente en la casa de la abuela, una pobre cabecita blanca a la que se le obliga a cocinar mole poblano para 100 personas. “Oye abuelita, ¿le podrías quitar el pellejito a mi muslo?”” ¿Ya no hay cocas abue?” “Abue, ¿no compraste servilletas?” Ironía de ironías: los machitos mexicanos, tan hijos de mami, se alcoholizan, pelean y finalizan el festejo con gritos y amenazas: “Vas a ver cabrón, ¡te voy a partir toda tu madre!”, le dice un hermano a otro. Lamentable.

2. Si le vas a regalar algo a tu madre, por favor, que sea algo pensado para su personal goce. Tu madre es una mujer que merece un trato delicado, no una máquina a la que hay que renovarle cada año los accesorios. ¿No sabes a lo que me refiero? No te hagas. Va una escena clásica de cualquier casa clasemediera mexicana en 10 de de mayo:

– El esposo pedo que se tira a la secre: ¡Felicidades! ¡Te queremos mucho amor! Te compramos un regalo.

– La madre abnegada: Ay, no se hubieran molestado. Está bien grande. ¿Qué será? Pero qué grande está esto. ¡Una lavadora! En serio no se hubieran molestado. Así ya voy a poder lavarles más rápido y mejor.

– El hijo haragán: Y para la próxima te compramos una freidora, jefa.

– La hija pendeja que no tarda en salir con su domingo siete: ¡Wow! Debe ser rebonito ser mamá.

Regala perfumes, vestidos, bolsas, pero nunca accesorios domésticos o cualquier otra clase de utensilio que reafirme a tu madre como ama de casa. No seas malagradecido.

3. Muchas chavas tienden a pensar que el mejor regalo que se le puede hacer a una madre es uno que involucre la ratificación de sus lazos matrimoniales. Tremendo error. Por favor, no le vayas a hacer caso a tu novia y le regales a tu mamá una noche romántica con tu papá en el Marriot o el Camino Real. Querido lector, si tienes más de 20 años, deja de engañarte: a estas alturas del partido, el tiempo ya le ha pasado una muy costosa factura a la estética de tus progenitores; ergo, una noche para tu madre cuyo final involucre sexo con su obeso esposo, o sea tu padre, es un escenario en extremo repulsivo. Otra cosa: por lo más sagrado, tira de una buena vez ese disco con la rola de Denisse De Kalafe con la que la despiertan todos los años.

4. ¿Tu madre es soltera? Mejor. Seguramente es una mujer que no se anda con cuentos y te va a decir cómo quiere que la celebres. Esas mujeres son admirables.

5. Flashback personal. Mediados del 2000. Aún vivo en casa de mi madre. Martes. Llego a medianoche después de haberme echado unos martinis en La Martinera, la original, la de la Condesa, (ya nunca se han visto semejantes martinis en México, tan grandes, tan bien mezclados). No hay nadie en casa. Mi hermano está de viaje, pero me extraña que mi mamá no esté. Veo un recado en la mesa. «Mauricio, nos llevamos a tu mamá a urgencias porque se cayó mientras tomaba sus clases de baile. Te hablo luego para decirte dónde estamos. Tu tía Gina.» ¡Puta madre! Angustia. Por fin me llama mi tía Gina, madre soltera, hermana de mi mamá. La duela de la pista de baile tenía un clavo alzado, mi madre tropezó y cayó sobre su hombro izquierdo. ¿El saldo? Huesos pulverizados y una molestia insoportable. No me gusta el hospital al que la llevaron. La cambiamos de lugar. Nuevo diagnóstico: la operación será complicada y hay una alta probabilidad de que mi madre pierda el brazo. Drama. Llega otra tía: Rocío, viuda, cuñada de mi madre. La ayudan a calmarse. Soy el único hombre ahí. Aunque están tan preocupadas como yo, ellas se cagan de la risa. Le echan porras a mi jefa y la maquillan. Me ayudan en todo y llenan de calidez la habitación.

Mi padre nos dio educación y sustento, pero también dolores de cabeza, deudas y abandono. De vez en cuando llama, pero obviamente no está ahí. Veo a mi madre y la inmensa fraternidad que le manifiestan estas mujeres, todas ellas sin hombres que las apoyen, y me queda claro que no hacemos falta. Las palabras sobran. Me siento casi avergonzado. Todo a la postre sale bien. El único costo que pago es peinar a mi madre durante los seis meses que tarda en recuperar la movilidad gracias a terapias dolorosísimas de las que nunca se queja. No hay día, eso sí, en que ella no me cague por mi torpeza con el cepillo. («Mis tías lo hubieran hecho mejor», pienso.)

Es curioso. Mis tías y mi madre crecieron en una cultura de vecindad urbana donde «todos somos hijos de Pedro Páramo». Deberían estar llenas de mala onda y rencor contra los hombres, pero en verdad irradian sentimientos muy distintos. Imposible no adorar sus costumbres, sus tics, su integridad. Son unas chingonas, punto. Es por eso que creo que la vulgaridad kitsch del 10 de mayo es un insulto para ellas.

Espero que así lo creas tú también.

****Este texto apareció hace un año en la revista DEEP. Lo rescato para celebrar la ocasión.

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May 1, 2010

El tercer acto de Robert Downey Jr.

por Mauricio González Lara

Robert es una de las pocas estrellas con las que cuenta Hollywood. ¿Le queda algo por hacer?


El 4 de Julio de 2003, tras haber ingerido por varios días y sin interrupción decenas de speedballs, esos cocteles de cocaína que tanto gustaba de cocinar y cuya habilidad para hacerlo le habían ganado una merecida fama de “master chef” en los bajos fondos de California, Robert Downey Jr. por fin se hartó. Paró su coche a un lado de la Pacific Coast Highway, se quitó la ropa y tiró todas sus drogas al océano. Lloró por varias horas y, una vez repuesto, se vistió y fue al Burger King que se encontraba un kilómetro más adelante de la autopista. “Ya está”, pensó sin aspavientos. El menú de celebración, el único posible ante el desempleo y la carencia de efectivo: una Whopper doble y una orden de aros de cebolla. Cinco años después, Downey regresó a comer al Burger King. Esta vez, en lugar de una Whooper doble optó por algo mucho más ligero: la cajita para niños o Kids meal. ¿El juguete dentro de la cajita? Una figura de acción de Iron man. La redención más espectacular en la historia de Hollywood había sido completada. ¿Hacia dónde ir ahora?

La pregunta es más válida que nunca. Durante la época en que  Downey estaba inmerso en el desmadre y la adicción, cualquier rol que pudiera conseguir era un triunfo en sí mismo. Cuando se toca fondo, la dirección a tomar es clara: hacia arriba, hacia la rehabilitación, hacia más películas y mejores contratos. ¿Pero qué hacer una vez que se llega a la cima? En 2010, Robert es el rey del planeta. Lo tiene todo: contratos por decenas de millones de dólares, media naranja exitosa (Susan Levin, la atractiva productora y VP de Silver Pictures), celebridad mundial  y credibilidad en todas las esferas que importan. F. Scott Fitzgerald, autor de El Gran Gatsby, decía que “no existen segundos actos en la vida americana”. Eso quizá aplique para estrellas melifluas y sin chiste como Tiger Woods, cuyos multimillonarios contratos no aguantaron el ruidito de una simple calentura, pero para alguien como Downey Jr, un genuino emperador de lo “cool”, es el tercer acto, y no el segundo, el que constituye el verdadero problema.

Es irónico: pese a ser uno de los actores más completos en la historia del cine, la única carencia real de Robert son películas indiscutibles, cintas en verdad magníficas y atemporales. Con las probables excepciones de Una mirada a la oscuridad (A scanner darkly) y Vidas Cruzadas (Shortcuts), donde es un actor más de reparto, Downey no figura en obras maestras. Cuenta, eso sí, con despliegues memorables en películas que van de lo muy interesante a lo francamente malo, quizás algunas de ellas divertidas, otras no tanto. Pero las cintas importantes, ésas que construyen epifanías e inmortalidades, parecen eludirlo. Jeff Bridges es El gran Lebowsky y uno de Los fabulosos hermanos Baker; Bill Murray es la razón de ser de Perdidos en Tokio, Rushmore y Flores rotas; Sean Penn, además de ser un estupendo director, tiene Río místico, La delgada línea roja y sus trabajos con Brian De Palma; Nicolas Cage es una fuerza de la naturaleza en Adiós a las Vegas y Enemigo interno; vaya, hasta Tom Cruise tiene Magnolia, Ojos bien cerrados y Colateral. Sin duda Robert es un actor superior a Cage y Cruise, y está por lo menos al nivel del resto, ¿pero dónde están sus obras magnas?  

Basta de celebraciones gratuitas. Ahora que Iron man 2 rebase la recaudación de la primera parte y se convierta sin dificultad en la película a vencer en la taquilla, Robert se verá obligado a tomarse un respiro y repensar las cosas. ¿Valió la pena abandonar la ruta de la autodestrucción para convertirse en un Will Smith de lujo, es decir, en un actor de innegable carisma pero intrascendente? ¿Cuánta celebridad más puede soportar? A sus 45 años, ya tiene el éxito, ¿le interesará la grandeza? El tercer acto apenas comienza.

*Las 12 películas claves de Robert Downey, «aquí»

**Este texto se publica en la edición de mayo de la revista Deep.

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May 1, 2010

Downey Jr., una filmografía en 12 pasos

por Mauricio González Lara

Así como la salida de la adicción se traza en 12 pasos, hemos detectado las 12 películas claves para explicar las razones por las que queremos a Downey Jr. :

1) Less than zero (conocida en español como Golpe al sueño americano, 1987). Todas las virtudes de Robert están presentes en esta adaptación light de la novela de Bret Easton Ellis sobre el vacío juvenil: la avidez en la mirada, la autoconciencia arrogante, los exabruptos de energía, la fragilidad oculta, el timing preciso, la simpatía desbordante. La degradación física y moral sufrida por su personaje a causa de las drogas era un virtual flashforward de lo que la realidad le deparaba al actor. Una actuación icónica que lo hizo ídolo de culto para todo dealer “wanna be” ochentero.

2) Chaplin (1992). Cuando se estrenó este biopic sobre Charles Chaplin, Robert Altman, quien en algún momento estuvo involucrado en el proyecto, declaró: “lo que hicieron fue  una mamada, después de esta mierda ya nadie va a poder hacer una película sobre Chaplin, y menos con Robert Downey Jr., que está extraordinario”. Es cierto: si hubiera estado bajo la batuta de un director competente, la película sería todo un clásico y no el churrito que es. Ni toda la brillantez de Robert puede evitar que el espectador sienta ganas de vomitar al ver a un Chaplin anciano todo soñado porque le permiten regresar a Estados Unidos para recibir su Oscar especial.

3) Asesinos por naturaleza (1994). A 16 años de distancia, nadie recuerda la controversia ni los azotes ególatras de Oliver Stone, quien no dudaba en comparar su película con Naranja mecánica. Sí nos acordamos, en cambio, de las rolas de Leonard Cohen y la delirante actuación “entachada” de Robert como Wayne Gale,  el reportero televisivo amarillista estilo Ciudad desnuda. “Batonga, batonga, ¡batongaville!“

4) Two girls and a guy (conocida en español como El soltero o Dos chicos y una chica, 1998). Blake, “el tipo” del título, es confrontado por sus dos novias tras ser descubierto en la movida. Fallida y un poco irritante en su afán de desdoblar una intensidad similar a la del cine de John Cassavetes, esta cinta de James Toback se sostiene gracias al complejísimo personaje de Downey Jr., cuyos juegos mentales terminan por explotarle en la cara. Plus: la secuencia sexual con Heather Graham es caliente hasta decir basta.

5) Jóvenes prodigiosos (2000). Robert es el agente gay de un escritor en notoria crisis de la mediana edad, interpretado con garra por Michael Douglas. Como suele suceder con el grueso de sus actuaciones breves, Downey Jr. le inyecta frescura y dinamismo a un asunto que de inicio se antoja un tanto gris. Robert se hace amante del personaje de Tobey Maguire, uno de los “jóvenes prodigio” del título. La verdad es que hacen bonita pareja. Años después, tal química sería tomada a chiste con estupendos resultados en Una guerra de película.

6) Entre besos y tiros (Kiss kiss bang bang, 2005). Este eficaz divertimento, repleto de juegos referenciales posmodernos, es considerado como la cinta que allanó el camino para el regreso de Downey. Irónico y vulnerable, en perfecto control de sus habilidades, Robert deslumbra como un loser autoconsciente que, tras una serie de equívocos, se transforma en el héroe de un disparatado noir, con todo y durísimo side kick gay (un también inspirado Val Kilmer).

7) Una mirada a la oscuridad (2006). En esta notable adaptación de un texto de Philip K. Dick, Downey interpreta al personaje más resbaloso de la banda de junkies con los que habita Keanu Reeves, policía de día y vicioso de noche. No es la estrella de la película, pero su personaje proyecta una rara duplicidad que, hacia el final, será crucial en la textura paranoica del relato. “Mi adicción a las drogas no fue por placer, ¡sino una preparación rigurosa para este rol!”, bromeaba Robert en los junkets de prensa. Filmada en Rotoscope (técnica que anima la acción real) por Richard Linklater.

8 ) Tus santos y demonios (2006). Si bien sufre de un exceso de brocha gorda en el trazo de los personajes, esta película autobiográfica de Dito Montiel describe con nervio la asfixia de estar atrapado en el infierno (en este caso, los barrios peligrosos de Nueva York). Downey, como la versión adulta y exitosa del protagonista que revisita el vecindario, exhibe un lado que sólo poseen los actores de nobleza: en lugar de exagerar su ya conocido histrionismo, actúa como un humilde catalizador para que el resto del elenco se luzca bestialmente, como sucede durante sus diálogos con Dianne Weist y Rosario Dawson. Anthony De Sando, por otro lado, impresiona con un delirio de cocaína súper convincente.

9) Zodiaco (2007). Tras una increíble y prometedora primera hora, esta cinta de David Fincher termina por  hundirse en el sopor y la dispersión. El factor que nos obliga a seguir observando es Paul Avery, el obsesivo reportero policiaco que comparte con Jake Gyllenhaal la frustración de no poder resolver el caso. (Nota al margen: el sentimiento de hartazgo existencial ante una violencia asesina que se siente tan concreta como lejana, así como la incapacidad para superarla, es abordado de una manera más afortunada en Crónica de un asesino en serie, o Memories of murder,  de Bong Joon-ho).

10) Iron man (2008). El hecho de que Tony Stark sea un playboy de vida descarriada y al borde del alcoholismo le viene como anillo al dedo a un Roberet rehabilitado y hambriento por sacar la pelota del estadio. Nada extraordinario, pero el juego intertextual entre la película y el historial de Downey  hacen de Iron man un entretenimiento sólido y disfrutable.

11) Una guerra de película (2008). En esta parodia de Ben Stiller, Downey Jr. interpreta a Kirk Lazarus, actor intensísimo que se pigmenta la piel a través de un proceso quirúrgico para personificar a un soldado afroamericano en una película de guerra.  Robert convierte una idea propia de un sketch de Saturday Night Live en una fascinante disección de los manierismos y clichés de la iconografía afroamericana del cine bélico. El resultado es delirante. Ni siquiera el bizarro cameo de Tom Cruise logra eclipsarlo.

12) Sherlock Holmes (2009). Esta olvidable adaptación de Guy Ritchie del detective más famoso de todos los tiempos hubiera sido un desastre de no ser por la innegable química entre Downey y un Jude Law pelón pero motivado. Robert logra lucir mamadísimo y dañado al mismo tiempo.

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