Archive for junio, 2009

junio 23, 2009

Maybe one day I could be one of them (Graveyard girl)

por Mauricio González Lara

«I’m gonna jump the walls and run. I wonder if they’ll miss me?

I won’t miss them.

The cemetery is my home. I want to be a part of it, invisible even to the night.

Then I’ll read poetry to the stones. Maybe one day I could be one of them.

Wise and silent. Waiting for someone to love me. Waiting for someone to kiss me.

I’m fifteen years old and I feel it’s already too late to live.

Don’t you?»

Graveyard girl

**La rola es de ese inmenso homenaje a la adolescencia perdida: el Saturdays=Youth, de M83. El video es de Mathew Frost.

junio 19, 2009

Here in the broken nation (Mr.Lonely)

por Mauricio González Lara

We here, in the broken nation, are tired and bruised.
We’ve been left here alone with nothing. We’ve been abandoned. We’re like vomit in the street outside of a seedy bar. We’ve been relegated to the bottom of the barrel, and all our senses of understanding and love seem gone forever. In order to survive here ,we have to become like animals and we have to forego all sense of civility and understanding.
How is it possible that a nun can fly? How is it possible if (…) falls out of a plane and lands unscathed?
But who are we? Who are we to scoff at such things? Who are we to doubt such miracles?
Alas, we are but tramps in the gutter here in the broken nation. But a little faith can take us a long, long way.

If you’re pure enough, if you believe enough..sisters believe me, you will fly. God will be your parachute.
You will experience the miracle I have felt.

+Iba a escribir una reseña de Mr.Lonely, pero ante esto, ¿para qué? Sólo diré que la habitual inocencia quebrantada de los personajes de Harmony Korine –magnificada por su renegado (aunque inútil) deseo de no aceptar el patetismo de su realidad—alcanza en esta tercera película sus puntos más conmovedores. En este caso, además, el sentimiento se acomoda de manera perfecta al concepto del mundo pop, que es precisamente eso: un sueño de opio que nos permite ser quienes queramos por un breve momento (siempre vamos a despertar, pero por un instante estaremos a salvo, viviendo fuera de nosotros y nuestro aislamiento).

¡Véanla!

junio 13, 2009

Un decálogo antitaxista

por Mauricio González Lara

mexico

Para todos aquellos pobres chilangos que han tenido el infortunio de usar un taxi, ¡ésta va por ustedes!

No soy partidario de soltar comparaciones gratuitas orientadas a cultivar ese arte de la autoflagelación que tan bien se nos da a los mexicanos. Sin embargo, motivado por fines meramente ilustrativos, esta vez haré una excepción. Cualquiera que haya ido a Londres lo puede atestiguar: los taxis ingleses figuran entre los mejores del mundo: son carísimos, sí, pero cómodos, modernos y eficientes. En Nueva York, el panorama es menos agradable: el grueso de los taxis son modelos viejos y se encuentran tripulados casi siempre por árabes e indios malencarados, quienes por lo general esperan onerosas propinas de turistas ingenuos como yo; no son agradables, pero uno puede asumir sin temor que arribará sano y salvo al destino deseado con el simple hecho de darle al chofer una dirección consistente en el mero cruce de dos calles, sin mayor indicación adicional.

Vamos al caso mexicano: imaginemos que soy un gringo que toma un taxi en Alvaro Obregón con destino al Hipódromo de las Américas. ¿Cuántas posibilidades existen de que el taxista sepa la dirección sin mayor indicación que ésa? Si bien me va, acabaré en el Palacio de los Deportes o Velódromo, convencido de que ese día tuve la mala suerte de que no había carreras. Damn!

De acuerdo con datos de la Secretaría de Transportes y Vialidad del Distrito Federal (Setravi), existen alrededor de 110,000 concesionarios de taxis operando en la Ciudad de la Esperanza. De ese universo, para qué engañarse, ni un 10 por ciento cumple con las mínimas exigencias de servicio requeridas en cualquier otra parte del orbe, incluidos otros países del tercer mundo. No es secreto: México cuenta con los peores taxistas del planeta. En aras de desfogar mi odio, va un decálogo de reclamos contra los “obreros del volante”:

1. No estoy obligado a escuchar sus anécdotas ni a celebrar sus chistes. Comprendo que los taxistas sean seres solitarios que pasan muchas horas bajo el estrés del tráfico y sin nadie con quien platicar. No obstante, no tengo la obligación de soportar media hora de chistes sexistas (“y es que ya en la fiesta, una vez abierta la chaparrita, todo mundo le da un trago”), de sesudas explicaciones de teorías de la conspiración (“es un choro lo de la influenza, Calderón lo pactó con Obama, se lo digo porque mi primo es plomero en Los Pinos”), o en el peor de los casos, de exhortaciones a unirme a un grupo cristiano (con todo y soundtrack de cánticos emotivos en el fondo). Y no, si no me río de mis chistes, no es que venga de malas o esté enojado; simplemente no quiero hablar contigo, punto.

2. Una vez dentro, no me pueden decir que ya no llegan, que agarre otro. No es broma: a los dos minutos de haber abordado y sin tráfico aparente, un taxista del DF es perfectamente capaz de mirar su reloj e informarle al usuario que si lo deja se le va a hacer tarde para ver el partido Chivas vs. Necaxa, para acto seguido bajarlo en pleno Viaducto.

3. No intenten ligar, por favor. Para las mujeres, el escenario de tomar solas un taxi en México consiste en aguantar un nada velado acoso sexual por parte del chofer. Taxistas, olvídense de Arjona: las posibilidades de ligarse a la chava que sube al taxi son casi nulas. ¡No sean gatos!

4. El pasajero no está obligado a ser el GPS del taxi. Nadie escoge el oficio de taxista por vocación: casi todos son refugiados del desempleo y la falta de oportunidades. Eso se comprende; empero, no es excusa para hacer mal su chamba. No se vale que uno tome un taxi en Reforma y el chofer no sepa cómo llegar al Zócalo, ni sepa dónde está el Viaducto o el Periférico. Los taxistas están obligados a saber los trazos de generales de la ciudad, o por lo menos a cargar con una Guía Roji que les sirva de orientación. Hay veces en las que no se vale decir «ahí me dice«. Comentario frecuente de chofer insufrible: “ya ni la muela joven, ¿por qué no pregunta bien cómo llegar antes de subirse?”

5. Los usuarios no somos cajas ambulantes. Los taxistas están obligados a traer vuelto de por lo menos un billete de 100 pesos. Y si no lo traen, carajo, ¡muevan el trasero y bajen a cambiarlo! En el DF, si el viaje costó 40 pesos, y el chofer no trae cambio de un billete de 50, se establece una especie de duelo entre el usuario y el prestador del servicio consistente en guardar silencio y quedarse quieto hasta que uno de los dos se quiebre. Presa de la desesperación, nueve de 10 veces el usuario terminará por exasperarse e ir a cambiar el billete en el Oxxo más cercano.

6. Si traen un taxímetro “hechizo”, sean hombrecitos y acéptenlo. No hay dos taxímetros que funcionen de manera similar en el DF: casi todos están notoriamente manipulados para cobrar más, por lo que el rango de diferencia en el pago de un vehículo a otro puede variar en más de 20 pesos por la cobertura de una misma distancia (con niveles similares de tráfico). Dicho esto, molesta encontrarse con el clásico gandaya que por una dejada de entre 30 y 50 pesos quiera cobrar 80. Ante el reclamo, si juzgan que pueden salir mal librados de la agresión física, los taxistas optan por hacerse las víctimas proletarias y exclamar el clásico “pos ya deme lo que siempre paga”. Los más culeros, en cambio, amenazan con picarte si insistes en “pasarte de pendejo”. Ninguno de los dos especímenes acepta la transa. “Usted es el primero que me dice que le cobro de más”, dicen los cínicos.

7. No todos son fans del Panda Zambrano. Por razones que no alcanzo a comprender del todo, los taxistas idolatran a Antonio “El Panda” Zambrano, un locutor de radio abocado a realizar bromas pesadísimas por encargo. Ejemplo: un albañil le habla a El Panda para que le gaste una broma a su novia, que es sirvienta en una casa de Polanco. El chiste consiste en hacerle creer a la sirvienta que su novio ha sido secuestrado por unas personas a las que les debía dinero. Para dejarlo ir, ella tiene que dejarlos robar la casa de sus jefes. El Panda, un tipo en extremo hábil para la improvisación y el montaje, es capaz de reducir a la mujer al llanto y la desesperación:

– ¡Es que no puedo señor! No le haga nada, se lo suplico.

– Lo vamos a matar gata.

– No. Hago lo que quiera, pero no lo mate.

– ¡Quiero oír como suena el llanto de una gata!

– Buuaaa

– ¡Más gata! Llora más.

– Buuuuuaaaaaaa.

– A ver gata, ya no seas chillona y dime: ¿cómo suena El Panda Show?

En el humor correcto, El Panda es hilarante; en el ánimo equivocado, es el tipo más odioso del planeta.

8. Si me roban, ¡no se pasen! El infierno siempre puede estar a la vuelta de la esquina. He escuchado de casos en que tomar un taxi en el lugar equivocado a la hora equivocada redunda en salvajes violaciones tumultuarias, o en secuestros que se extienden en función de la velocidad con la que se pueda extraer el dinero del afectado o afectada de los cajeros automáticos. El dinero no importa, es suyo; nomás no se pasen, por favor.

9. No se suban al automóvil sin bañarse. Para los que manejan casi en ropa interior, cinco palabras: baño y Rexona ultra strength.

10. Si se les descompone el taxi, por Dios, no le pidan al pasajero que les ayude a empujarlo. ¡No jodan! (F)

+Este artículo se publicó originalmente en la revista Deep (¡cómprenla!).

junio 9, 2009

Sueños pachecos

por Mauricio González Lara

roxanna-galilea

Los hermanos Galindo, productores del Show de los sueños y Hazme-reír, han reinventado con intensidad delirante el orden simbólico de los reality shows. Va una reflexión al respecto.

En el libro Nobrow: the culture of marketing, the marketing of culture (2001), el analista John Seabrook planteaba una teoría que a estas alturas ya se ha establecido como una asunción general del mundo occidental: a diferencia de quienes los precedieron en el siglo XX, las generaciones nacidas a partir de los 60 dejaron de percibir con claridad la diferencia entre la “alta cultura” (highbrow) y la “baja cultura” (lowbrow), puesto que la manera en la que se relacionaban con la cultura entendida en su acepción más general, y determinada en buena medida por los medios de comunicación electrónicos, tendía a concebir a la realidad en un neutro nobrow, donde lo sofisticado y lo popular se mezclaban para crear un solo flujo o mainstream. Esta nueva dimensión estaba íntimamente relacionada con un cambio socioeconómico: las élites burguesas culturales, ésas de apellidos de abolengo y asociadas a la “alta cultura”, estaban en proceso de ser eliminadas por una serie de nuevas élites sin prosapia y tradición, pero con más dinero y vitalidad. Expuesto en términos más simplones: adiós glamour, hola naquez.

En el mundo nobrow, el valor absoluto es la celebridad, la cual se calibra en función de la exposición mediática. Si no sale en televisión, el hecho no existe, punto. Ahora, ser una celebridad televisiva no es fácil. Amén de contar con los atributos físicos necesarios (naturales u operados), y el estómago necesario para soportar las tribulaciones que impone el camino a la fama, se requiere estar en el lugar y el momento indicados. Por cada Ninel Conde que “la hace”, hay miles de teiboleras que, por más ganas que le echen, no van a pasar del sofá de un wanna be que se hizo pasar por director de casting. Hay que decirlo: a menos de que uno esté dispuesto a convertirse en un asesino en serio o matar viejitas, el camino al éxito mediático no se recorre a fuerza de mera voluntad, la suerte y la fortuna influyen, y mucho. Andy Warhol no tenía razón: por más que lo intenten, no todos pueden tener sus 15 minutos de fama.

Una buena parte de la sociedad, desesperada por ser célebre, es incapaz de aceptar esa neta. Por ello, no sorprende que el concepto del reality show se haya popularizado tanto en esta década: crea la falsa sensación de que cualquiera puede acceder al mundo del estrellato, siempre y cuando esté dispuesto a exhibir sus limitaciones o miserias personales. Esa dinámica se da ya en casi todo el planeta. La globalización del mal gusto, supongo. En nuestro país, sin embargo, hemos alcanzado grados de pintoresquismo inéditos gracias a los hermanos Santiago y Rubén Galindo, productores de los Shows de los sueños (Bailando por un sueño, Cantando por un Sueño, Sangre de mi sangre, Los reyes del show y, en una variación menos azotada, el reciente Hazme-reír), quienes han llevado a los realities a extremos de tal ridiculez que no queda otra más que tirar la toalla y reconocer que representan el surgimiento de una nueva clasificación antropológica: el jodidobrow.

Angeles de la guarda

La dinámica de los “Shows de los sueños” es muy sencilla: tras una serie de castings, la producción recluta a un conjunto de “soñadores” para que, ayudados cada uno por una luminaria del Canal de las estrellas, puedan transformar su esperanza en materia. A contracorriente de La Academia o los realities producidos por Pedro Torres (Big Brother), el sueño no consiste en convertirse en un famoso; aquí, en el universo jodidobrow de los Galindo, el valor absoluto no es la celebridad, sino el escape de la jodidez. Lo que importa es estar bien jodido. No basta con estar desempleado o carecer de dinero, no, aquí la precariedad debe ir acompañada de una situación límite que le inyecte un exasperante dramatismo a la pobreza: una madre cuyo cáncer podría ser erradicado con una costosa operación, un padre discapacitado en imperiosa necesidad de una prótesis, un hermano susceptible de perder la vista si no se le somete a una onerosa terapia, en fin, mientras más ojete sea el dilema, mejor.

En el juego escénico de la representación del Show de los sueños, las celebridades fungen como ángeles guardianes que acobijan a los soñadores y pelean por su sueño a través de su participación conjunta en una serie de concursos de baile y canto cuya baja calidad avergonzaría a cualquier estudiantina de colegio marista. Las celebridades participantes, los ángeles cuya luz traduce los sueños en realidad, se dividen en cuatro clases: los lanzamientos (famosos en efervescencia como Pee wee y Nigga), los talentosos sin fama (estrellas que sí cantan, pero que no han logrado ni lograrán consagrarse: la gordita Sheyla, Kalimba), las vedettes estrambóticas en busca de redención (Ninel Conde, Niurka, Gloria Trevi) y los naquitos de relleno (José Manuel Figueroa). Sin racionalidad aparente, estos concursos son calificados por personalidades has been’s como Lupita D’Alessio y Amanda Miguel, quienes, proporciones guardadas con el humor irreprochable de Jim Henson, desempeñan una función más cercana a la de los críticos vejetes que comentaban la acción en el Show de los muppets que a una honesta labor de ponderación. Prueba de ello es que sus calificaciones no importan en la praxis, pues es la audiencia (¿quién más?) la que decide vía votos telefónicos quién se queda o sale del Show de los sueños. El pueblo no inclina su preferencia hacia el soñador más jodido o al equipo más talentoso (¡malditas masas!), sino en función de la celebridad con más arrastre. El maestro de ceremonias, el San Pedro de este paraíso, es Adal Ramones, ese Raúl Velasco posmoderno que, gracias a la magia de la televisión y los implantes de pelo, ahora luce como el primo metrosexual del conductor que hasta hace poco conducía Otro rollo (+).

Bajo la óptica de la televisión mexicana, la única forma en que un pobre puede convertirse en rico es descubriendo que es la hija o hijo abandonado de una familia rica, como sucede en el 99.9% de las telenovelas, o de plano ganando la lotería o un concurso. En un país tan desigual como el nuestro, el trabajo y el esfuerzo no son valorados porque no representan mecanismos efectivos de movilidad social. En ese sentido, la contribución de los Galindo no es menor, ya que le han encontrado una tercera vía al escape de la pobreza: hoy, como consecuencia de la intervención divina de las celebridades, uno quizá no deje de estar jodido, pero por lo menos sí pueda conseguir esa anheladísima operación para la abuelita o el hermanito. Y si no, pues qué caray, ¡por lo menos la gloriosa satisfacción de cantar a dúo con la Trevi en el primetime del 2! (F)

+ Adal Ramones tomó un ¿merecido? break y se abstuvo de conducir Hazme-reír, el esfuerzo más reciente de los Galindo. Sus sustitutos: Marco Antonio Regil y Angeliquita Vale.

++Este artículo se publicó originalmente en la revista Deep.

junio 4, 2009

La mierda de Bono

por Mauricio González Lara

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A los habitantes de la ciudad de México les encanta quejarse de todo. De hecho, la autoflagelación parece ser una de las condiciones inmanentes a ser chilango. Basta ver las maneras en la que los defeños reafirman su infierno cotidiano:”Qué puto tráfico”, “no se puede con tanta inseguridad”, “policía cerdo” o “ya hasta Santa Fe está llena de puro pinche naco”, entre muchas otras, son algunas de las perlas que se escuchan diariamente en la ciudad de la esperanza. El grueso de estos juicios, con la posible excepción del referente a Santa Fe, se encuentra fuera de proporción y tiende a obedecer más a la frustración urbana que a una evaluación objetiva. Sin embargo, de entre todas estas expresiones, existe una con la que concuerdo plenamente: “la ciudad está llena de mierda.”

En efecto, el Distrito Federal está repleto de heces fecales, sobre todo caninas. Los números son contundentes: existen cerca de 3 millones de perros en la Zona Metropolitana del Valle de México, los cuales generan al menos 300 toneladas de heces al día. No importa si se vive en Las Lomas, la Condesa o Polanco, a estas alturas es virtualmente imposible caminar más de dos cuadras sin que uno no se vea obligado a realizar múltiples maniobras para eludir la mierda, sea ésta de constitución seca, en el mejor de los casos, o en el peor, como diría mi tía Julia que en paz descanse, “recién salida del horno”. El fecalismo canino constituye un grave problema ambiental y de salud, pues de acuerdo con los datos oficiales más recientes, existen cerca de 500 enfermedades que el hombre puede contraer por el contacto directo con los desechos perrunos, tales como la salmonelosis, la equinococosis, la leptospirosis, además de y parásitos como las tenias (las famosas solitarias), las lombrices tipo lipidímium (o lombrices planas) y la ansilostoma (lombriz redonda).

Juan Garza Ramos, investigador de la Facultad de Veterinaria de la UNAM, describe puntualmente la ruta de devastación seguida por la mierda:

“Un perro excreta al menos 100 gramos de heces, sin tomar en cuenta la orina, que es otro contaminante. La gran mayoría de esos desechos va a parar en áreas públicas. Algunos desechos son retirados por los trabajadores de limpia, pero la mayoría se seca en las áreas públicas y origina contaminación. Del universo de 3 millones de perros, alrededor de un millón son callejeros, mientras que la gran mayoría de los dueños de los 2 millones restantes no recolectan sus desechos Se trata de un problema grave; las heces con el calor se deshidratan y forman partículas biológicas invisibles, que a su vez son arrastradas por el viento y se dispersan sobre los puestos de alimentos callejeros. En épocas de lluvias, las heces se disuelven y son arrastradas por el agua arrastra donde contaminan por filtración todo lo que se encuentre a su paso, incluyendo las redes de agua potable con fracturas. De esta forma contaminan recipientes de comida y alimentos.”

No es broma: estamos hundidos en mierda

Ecuación de desarrollo: mierda = pobreza

Hace algunos años, Edward De Bono, autor de Siete sombreros para pensar y creador del “pensamiento lateral” (una técnica utilizada comúnmente en el management para fomentar la innovación), me comentó en una comida que el nivel de desarrollo de un país se podía medir en función de la agilidad con la que operaban sus aeropuertos. Si son lentos, es casi seguro que el país sea subdesarrollado, reflexionaba De Bono. Con todo respeto al maestro De Bono, quien según la revista Time es uno de los 100 pensadores más influyentes del siglo pasado, disiento de su planteamiento. El parangón debe ser otro: el desarrollo de una nación, estoy seguro, se puede medir en función de la cantidad de mierda de perro que se encuentre en sus calles.

Es una cuestión cultural que refleja una falta de educción cívica y un alto gradode impunidad. En países desarrollados, los dueños de los perros recogen, no sin cierto aire aristócrata, la mierda con bolsitas especiales de plástico ante el temor de ser multados); aquí, pese a que en el artículo 26 de la Ley de Cultura Cívica se fija una multa de hasta 20 salarios mínimos (o un arresto de 13 a 24 horas) para los quienes no recojan los deshechos de sus mascotas, los “ciudadanos”, conscientes de que la ley nunca se ejerce, dejan que sus perros se den vuelo en las banquetas y parques de Chilangolandia. Es más, en algunas zonas del DF, es todo un motivo de celebración social sacar a cagar al perro para que ensucie las banquetas.

El vecino de la esquina, por citar el caso más cercano, siempre me saluda amigable y lleno de orgullo cada vez que regreso del trabajo en la noche y lo veo junto a su perro y las enormes pilas de mierda fresca recién expulsadas de su cola. El perro es un labrador que, cosa curiosa, responde al nombre de Bono. La dinámica, he descubierto, es todo un ritual de empatía grupal en la esquina de Colima y Mérida, en la colonia Roma: noche tras noche, frente a un Sumesa, a escasos metros de un puesto de tacos de suadero, los vecinos de la cuadra se juntan a platicar de la vida en el vecindario, la crisis financiera y otras nimiedades mientras contemplan, fascinados, la mierda de Bono.

Nobleza obliga: a lo largo de mis 35 años de existencia me ha tocado ver mucha porquería en la ciudad de México, demasiada, pero de entre toda esa mierda, jamás había visto una con tanto poder de convocatoria como la de Bono. Jamás. (F)

*Este artículo se publicó originalmente hace unos meses en la revista Deep.