
Para todos aquellos pobres chilangos que han tenido el infortunio de usar un taxi, ¡ésta va por ustedes!
No soy partidario de soltar comparaciones gratuitas orientadas a cultivar ese arte de la autoflagelación que tan bien se nos da a los mexicanos. Sin embargo, motivado por fines meramente ilustrativos, esta vez haré una excepción. Cualquiera que haya ido a Londres lo puede atestiguar: los taxis ingleses figuran entre los mejores del mundo: son carísimos, sí, pero cómodos, modernos y eficientes. En Nueva York, el panorama es menos agradable: el grueso de los taxis son modelos viejos y se encuentran tripulados casi siempre por árabes e indios malencarados, quienes por lo general esperan onerosas propinas de turistas ingenuos como yo; no son agradables, pero uno puede asumir sin temor que arribará sano y salvo al destino deseado con el simple hecho de darle al chofer una dirección consistente en el mero cruce de dos calles, sin mayor indicación adicional.
Vamos al caso mexicano: imaginemos que soy un gringo que toma un taxi en Alvaro Obregón con destino al Hipódromo de las Américas. ¿Cuántas posibilidades existen de que el taxista sepa la dirección sin mayor indicación que ésa? Si bien me va, acabaré en el Palacio de los Deportes o Velódromo, convencido de que ese día tuve la mala suerte de que no había carreras. Damn!
De acuerdo con datos de la Secretaría de Transportes y Vialidad del Distrito Federal (Setravi), existen alrededor de 110,000 concesionarios de taxis operando en la Ciudad de la Esperanza. De ese universo, para qué engañarse, ni un 10 por ciento cumple con las mínimas exigencias de servicio requeridas en cualquier otra parte del orbe, incluidos otros países del tercer mundo. No es secreto: México cuenta con los peores taxistas del planeta. En aras de desfogar mi odio, va un decálogo de reclamos contra los “obreros del volante”:
1. No estoy obligado a escuchar sus anécdotas ni a celebrar sus chistes. Comprendo que los taxistas sean seres solitarios que pasan muchas horas bajo el estrés del tráfico y sin nadie con quien platicar. No obstante, no tengo la obligación de soportar media hora de chistes sexistas (“y es que ya en la fiesta, una vez abierta la chaparrita, todo mundo le da un trago”), de sesudas explicaciones de teorías de la conspiración (“es un choro lo de la influenza, Calderón lo pactó con Obama, se lo digo porque mi primo es plomero en Los Pinos”), o en el peor de los casos, de exhortaciones a unirme a un grupo cristiano (con todo y soundtrack de cánticos emotivos en el fondo). Y no, si no me río de mis chistes, no es que venga de malas o esté enojado; simplemente no quiero hablar contigo, punto.
2. Una vez dentro, no me pueden decir que ya no llegan, que agarre otro. No es broma: a los dos minutos de haber abordado y sin tráfico aparente, un taxista del DF es perfectamente capaz de mirar su reloj e informarle al usuario que si lo deja se le va a hacer tarde para ver el partido Chivas vs. Necaxa, para acto seguido bajarlo en pleno Viaducto.
3. No intenten ligar, por favor. Para las mujeres, el escenario de tomar solas un taxi en México consiste en aguantar un nada velado acoso sexual por parte del chofer. Taxistas, olvídense de Arjona: las posibilidades de ligarse a la chava que sube al taxi son casi nulas. ¡No sean gatos!
4. El pasajero no está obligado a ser el GPS del taxi. Nadie escoge el oficio de taxista por vocación: casi todos son refugiados del desempleo y la falta de oportunidades. Eso se comprende; empero, no es excusa para hacer mal su chamba. No se vale que uno tome un taxi en Reforma y el chofer no sepa cómo llegar al Zócalo, ni sepa dónde está el Viaducto o el Periférico. Los taxistas están obligados a saber los trazos de generales de la ciudad, o por lo menos a cargar con una Guía Roji que les sirva de orientación. Hay veces en las que no se vale decir «ahí me dice«. Comentario frecuente de chofer insufrible: “ya ni la muela joven, ¿por qué no pregunta bien cómo llegar antes de subirse?”
5. Los usuarios no somos cajas ambulantes. Los taxistas están obligados a traer vuelto de por lo menos un billete de 100 pesos. Y si no lo traen, carajo, ¡muevan el trasero y bajen a cambiarlo! En el DF, si el viaje costó 40 pesos, y el chofer no trae cambio de un billete de 50, se establece una especie de duelo entre el usuario y el prestador del servicio consistente en guardar silencio y quedarse quieto hasta que uno de los dos se quiebre. Presa de la desesperación, nueve de 10 veces el usuario terminará por exasperarse e ir a cambiar el billete en el Oxxo más cercano.
6. Si traen un taxímetro “hechizo”, sean hombrecitos y acéptenlo. No hay dos taxímetros que funcionen de manera similar en el DF: casi todos están notoriamente manipulados para cobrar más, por lo que el rango de diferencia en el pago de un vehículo a otro puede variar en más de 20 pesos por la cobertura de una misma distancia (con niveles similares de tráfico). Dicho esto, molesta encontrarse con el clásico gandaya que por una dejada de entre 30 y 50 pesos quiera cobrar 80. Ante el reclamo, si juzgan que pueden salir mal librados de la agresión física, los taxistas optan por hacerse las víctimas proletarias y exclamar el clásico “pos ya deme lo que siempre paga”. Los más culeros, en cambio, amenazan con picarte si insistes en “pasarte de pendejo”. Ninguno de los dos especímenes acepta la transa. “Usted es el primero que me dice que le cobro de más”, dicen los cínicos.
7. No todos son fans del Panda Zambrano. Por razones que no alcanzo a comprender del todo, los taxistas idolatran a Antonio “El Panda” Zambrano, un locutor de radio abocado a realizar bromas pesadísimas por encargo. Ejemplo: un albañil le habla a El Panda para que le gaste una broma a su novia, que es sirvienta en una casa de Polanco. El chiste consiste en hacerle creer a la sirvienta que su novio ha sido secuestrado por unas personas a las que les debía dinero. Para dejarlo ir, ella tiene que dejarlos robar la casa de sus jefes. El Panda, un tipo en extremo hábil para la improvisación y el montaje, es capaz de reducir a la mujer al llanto y la desesperación:
– ¡Es que no puedo señor! No le haga nada, se lo suplico.
– Lo vamos a matar gata.
– No. Hago lo que quiera, pero no lo mate.
– ¡Quiero oír como suena el llanto de una gata!
– Buuaaa
– ¡Más gata! Llora más.
– Buuuuuaaaaaaa.
– A ver gata, ya no seas chillona y dime: ¿cómo suena El Panda Show?
En el humor correcto, El Panda es hilarante; en el ánimo equivocado, es el tipo más odioso del planeta.
8. Si me roban, ¡no se pasen! El infierno siempre puede estar a la vuelta de la esquina. He escuchado de casos en que tomar un taxi en el lugar equivocado a la hora equivocada redunda en salvajes violaciones tumultuarias, o en secuestros que se extienden en función de la velocidad con la que se pueda extraer el dinero del afectado o afectada de los cajeros automáticos. El dinero no importa, es suyo; nomás no se pasen, por favor.
9. No se suban al automóvil sin bañarse. Para los que manejan casi en ropa interior, cinco palabras: baño y Rexona ultra strength.
10. Si se les descompone el taxi, por Dios, no le pidan al pasajero que les ayude a empujarlo. ¡No jodan! (F)
+Este artículo se publicó originalmente en la revista Deep (¡cómprenla!).