Archive for noviembre, 2010

noviembre 25, 2010

¡Arde la calle!, una charla con Julio Martínez Ríos

por Mauricio González Lara

El locutor de Reactor habla sobre subculturas y efervescencia musical, a la vez que nos ayuda a definir qué demonios es un hipster.


Como en ningún otro año en la historia, la ciudad de México ha sido escenario de numerosos conciertos de la más diversa índole: de Coldplay a Panda Bear, de Belle y  Sebastian al Vive Latino, de Massive Attack a las tocadas de Surf en el Foro Alicia, el único común denominador de estas expresiones parece ser el entusiasmo. Algo sucede en la calle, pero no sabemos exactamente qué ni si va a redundar en algo que rebase el mero ánimo celebratorio de las subculturas que integran el nebuloso mosaico de lo que definimos, quizá erróneamente, como cultura juvenil.  Para aclarar el panorama charlamos con Julio Martínez Ríos, locutor de Reactor, periodista y autor de ¡Arde la calle! (Random House Mondadori, 2010), libro donde reflexiona sobre la fragmentación y la energía cultural de los tiempos recientes. ¡Ah!, Julio también nos ayuda a responder una pregunta que nos atormenta: ¿qué demonios es un hipster?

En tu libro asocias la efervescencia musical con la idea de tomar la calle. Sin embargo, esa efervescencia también podría interpretarse como el simple aumento de un consumo cultural que no produce cambios significativos, ni mucho menos hace “arder la calle”.

Yo veo a una juventud que quiere salir todo el tiempo a tomar la calle. ¿Cuál es el problema? Que en nuestro país es difícil hacerlo sin que esto conlleve una connotación política. Bajo el ojo de la cultura dominante, los únicos personajes autorizados y con poder de convocatoria para tomar la calle son Andrés Manuel López Obrador, Enrique Peña Nieto o Felipe Calderón. No obstante, el consumo cultural, como tú lo denominas, sí saca a los jóvenes a la calle todo el tiempo. En la ciudad de México, cada semana hay un concierto que es relevante para una escena; los lugares se llenan  y la oferta de expresiones aumenta de manera acelerada. Quizá al principio, frente al contexto de prohibición que prevaleció durante muchos años, el acto de ir a un concierto era similar al de una pasarela social. Mucha gente iba por pose y buscaba que se le viera en la mejor sección. Hoy, creo, ya no es así. La gente va porque se siente identificada con la música y la subcultura y atasca los lugares. La oferta ya no es tan dispar con lo que puedes encontrar en otros países, pero aquí todavía existe una diferencia: el rock mantiene una connotación cultural más trasgresora que la que guarda en sus lugares de origen.  El rock en México es una forma musical que sirve para rebelarse ante lo que te quieren imponer Exa y las 40 principales, o una alternativa a ver “Décadas” los domingos por Canal 2. Es más fácil acceder al reencuentro de OV7 que al disco más reciente de Belle y Sebastian. Más allá de que puedas bajar la música de  ambos grupos por Internet, el simple hecho de escuchar a Belle y Sebastian te coloca en un ambiente cultural más sofisticado. Eso, por sí solo, es un acto de resistencia, una herramienta para decir “no estoy de acuerdo” y “no lo voy a aceptar”.

¿Ir a un concierto de Belle y Sebastian es un acto de trasgresión”?

Hasta cierto punto, claro. Quizá la mía sea una visión romántica o ingenua, pero prefiero tener esa óptica que cualquier otra. Escuchar a una banda en el momento correcto te puede salvar la vida. Un chico de 20 años que se interesa por Belle y Sebastian da un gran salto, toma una opción muy distinta a la de aceptar lo que le ofrecen los medios masivos de comunicación. El arte como acto de imaginación es una invitación al cambio, nos permite ir a un lugar que no es la realidad y así contradecirla. Eso ya es gigantesco, todo un acto de rebeldía. No debemos menospreciar la libertad de poder salir un fin de semana a ver un grupo. En muchas regiones del país, eso ya no es posible. No es algo menor.

Se afirma que estamos ante el final del mainstream, que ya solo habrá subculturas y fragmentación.

A veces también lo creo así, pero después te encuentras con un fenómeno como Lady Gaga y  repiensas las cosas. Lady Gaga opera  dentro de un mainstream en el que conecta con millones y millones de personas. Lo que hace me parece bellísimo, pues su historia representa un rompimiento con una manera de crear estrellas de laboratorio, probadas desde pequeñas en los estudios Disney. Lady Gaga proviene de la calle, era una chava que hacía lo suyo y que por sí sola, con base en su inventiva y creatividad, logró convertirse en superestrella. El mensaje de Lady Gaga, a final de cuentas, es que “tú puedes hacer lo que quieras”. Curiosamente, ése es un concepto que tiene más que ver con culturas alternativas como el “punk” que con el mainstream. En ese aspecto, el espíritu de Lady Gaga es “punk”. Hasta en sus diseños es diferente: los audífonos que creó para la compañía del Dr. Dre son unos triángulos, es decir, donde todos los demás ven círculos ella ve triángulos. Lo que pasa es que aquí somos muy conservadores y nos parece en principio una blasfemia asociar a Lady Gaga con los Sex pistols, pero el mensaje es muy similar. México es un país tan conservador que nuestro conservadurismo nos lo llevamos a las culturas alternativas. Aquí te encuentras a punks, darks y metaleros muy dogmáticos, lo que es una gran contradicción, puesto que estos grupos tendrían que ser los más abiertos a nuevas ideas y tendencias.

¿Es un error entender que la identidad pasa por rechazar lo que significa el otro? ¿No es esa la idea primigenia del rock?

Lo que pasa es que hemos malentendido la disidencia como una falta de respeto. Quizá la identidad se forme a partir de la disidencia y no estar de acuerdo, pero eso no significa que tengas que agredir al otro. Compartimos más cosas que diferencias. Un amigo músico una vez me dijo que todas las canciones se componen de siete notas; puedes acomodarlas de muchas maneras, pero al final toda la música se reduce a ese número. Lo mismo pasa con las subculturas: desde luego que existe esta necesidad adolescente de diferenciarte y pintarte el pelo de naranja, pero todos compartimos el mismo ADN cultural. ¿Por qué ser diferente y disentir debe significar una agresión física o actos de violencia? No es necesario, me gusta pensar que nos unen más cosas que las que nos separan.

Las subculturas en  México transforman lo que viene de afuera hasta hacerlo algo único, completamente suyo.

Son tropicalizaciones que se realizan de manera natural y terminan siendo fascinantes. La cultura metalera en México, por ejemplo. Acá, cuando alguien toca muy rápido, los metaleros dicen que “está haciendo carnitas”. Esa imagen, tan mexicana, es maravillosa; un viaje cultural de una expresión que proviene del exterior y es asimilada a través de una imaginería totalmente propia. Sin la tropicalización del dark, sin el día de muertos y la cumbia, no tendríamos a Los Caifanes. Toda la cultura dark conecta con muchas tradiciones mexicanas. La canción popular mexicana es sufridora y profundamente oscura. Si escuchas con atención “Reloj no marques las horas” o “El triste”, son canciones que reflexionan sobre el individuo, la tristeza, la vida, el paso del tiempo, todos temas asociados al dark. La belleza está en esas adaptaciones, cuando hacemos de la  tropicalización un acto creativo que a veces supera las expresiones originales.

*Esta entrevista aparecerá próximamente en la revista Deep.

**Las fotos del público de Vive Latino y Midnight juggernauts son de Toni Francois, fotógrafa clave para entender la efervescencia de los eventos en vivo en México, así como la cultura juvenil chilanga de años recientes. Visita su blog.

noviembre 16, 2010

Iñárritu, el director que amamos odiar

por Mauricio González Lara

Alejandro González Iñárritu, director, despierta odios y afectos. Ambas posturas, por lo general, son motivadas por las razones equivocadas.

Ante el caos, la violencia y las generalmente malas noticias que prevalecen en nuestro país, no es extraño que muchos piensen que los mexicanos estamos hambrientos de “historias de éxito”; de personajes cuya perseverancia sea motor de inspiración para la sociedad; de roles modelo para todos aquellos que desean salir adelante, pero que sienten que no existen fundamentos para la esperanza de un futuro mejor.

Eso sería lo lógico, pero nada más alejado de la verdad: nos gustan los cuentos de las personas jodidas que salen de la pobreza porque se ganan el Melate o participan en un reality,  o en el otro extremo de la cursilería, aplaudir la limosna disfrazada de generosidad, pero el ganador, aceptémoslo, no nos simpatiza; es más, sea porque descubre nuestras propias miserias, o porque de plano nos sentimos minimizados con su existencia, el triunfo indiscutible nos enoja y ofende. Quizá lo aplaudamos en un inicio, cuando hacemos propia y colectiva la inesperada victoria personal, pero con el paso del tiempo, casi de manera inevitable, la luz del otrora ídolo se revela insoportable, por lo que nos unimos a un coro de detractores que súbitamente enlista los defectos y pasivos –reales o inventados, qué más da- del árbol cuya sombra encontrábamos atractiva, pero que ahora nos disponemos a derribar.

Este fenómeno rebasa la envidia facilona que describe la clásica parábola de la cubeta y los cangrejos; más que homologar niveles, se trata de un revanchismo disfrazado de crítica ilustrada. Es un ataque en función de la autoexcitación, y no de la auténtica indignación. La “víctima” más reciente de esta triste dinámica nacional: Alejandro González Iñárritu, “El negro”, el director de cine que más amamos odiar.

Rara avis

En términos de desarrollo de trayectoria, González Iñárritu es un rara avis, pues a diferencia de casi todos los directores de cine, tan concentrados en su ansia realizadora, ya era una figura pública reconocida por labores previas a su carrera cinematográfica, lo que le granjeó simpatías y animadversiones antes de siquiera empezar a filmar.

Egresado de la Universidad Iberoamericana, comenzó su carrera profesional en 1986 como locutor de WFM (96.9 FM), estación que fue clave en el desarrollo cultural de la clase media alta chilanga de la época. Desde ese entonces, González Iñárritu ya tendía a dividir opiniones: sus detractores lo consideraban un DJ con exceso de confianza que nunca pudo acercarse a obtener la credibilidad de Rock 101, la entonces estación alternativa de la ciudad; sus fans, en cambio, lo consideraban un genio creativo que reinventaba la radio con innovadores golpes de efecto, tales como simular un noticiario que reportaba en vivo el caos vial provocado por un tipo atrapado en una caja fuerte, o las andanzas navideñas de un “pavo asesino”. Esta fama creativa redundó en que, tras un paso un tanto fallido por el área de producción de Televisa, González Iñárritu fundara Z, agencia de publicidad. En ese entonces, diseñó algunos comerciales vistosos pero muy derivativos, difícilmente la clase de material de un director con aspiraciones serias. Lo mismo puede decirse de Detrás del dinero, serie en la que colaboró para Canal 5, por lo que su debut en largometrajes, Amores perros, tomó al mundo por sorpresa en 2000. La película podía gustar o no, pero era un poderoso trabajo orgánico cuyo nervio era imposible ignorar; la clase de cinta sobre la que se podía construir una carrera.

“El negro” no desaprovechó la oportunidad: 21 gramos, Babel y Biutiful serían impensables sin la inercia triunfal de Amores perros. Amén de su rentabilidad, si Iñárritu hubiera debutado con cualquiera de sus cintas posteriores, probablemente sería hoy un director de una sola película.

Negro mamón

El éxito transforma a la gente en una especie diferente. Ese es un hecho, porque la gente que rodea al exitoso cambia, y tarde o temprano, lo quiera o no, también lo cambian a él. En Los amos de México, el periodista Jorge Zepeda Patterson describe con lucidez el fenómeno:

“Los que se acercan a Slim, Azcárraga, o a Bailleres, saben que una palabra, un proyecto aprobado, un arranque de generosidad de parte de ellos tiene el poder de cambiar vida y fortuna. A principios de 2007 entrevisté a Bill Gates y pude constatar la manera arrobada en que se acercaban hombres y mujeres, pobres y no tan pobres, a saludarlo. Lo reverenciaban como si en algún momento fuese a sacarse de la bolsa un millón de dólares para ofrecerlo a la menor provocación.”

El éxito, sin embargo, también provoca reacciones adversas -envidia y resentimiento- en la gente que no cuenta con los recursos para acercarse al triunfador. Todo esto, cabe señalar, se da de manera independiente a la personalidad del notable. No importa si es humilde o arrogante, simpático u odioso, bueno o malo, para los seres que logran acercarse al triunfador, y que mínimo contemplan la posibilidad de pedirle que se tome una foto con ellos, el exitoso será un tipazo al que habrá que besarle el trasero, por lo menos en ese momento; para los que no logran conocerlo, en cambio, será un imbécil infumable.

González Iñárritu, obviamente, dista de estar al nivel estelar de un Gates o Slim, pero su marca personal genera una dinámica similar. Cuando la “comentocracia” que maneja los medios en México lo entrevista o convive con él, se deshace en elogios y lambisconería, incluso cuando en privado aceptan que Biutiful es “pornografía sentimental”. ¿Por qué enemistarse con la puerta de entrada a Hollywood y Cannes, con el amigo de Javier Bardem y Brad Pitt?  No tiene sentido. Por otro lado, sus detractores, aquellos que por lo general no logran entrevistarlo o están en las divisiones B o C de los medios, se regodean en críticas ofensivas y personales que no tienen absolutamente nada que ver con la obra del director. Ver las películas ni siquiera es requisito: el punto es criticar al “negro” por “payaso”, “engañabobos”  y “creído”, punto.

En lo personal, con la excepción de Write the future, el brillante comercial que hizo para Nike con motivo del Mundial, no me gusta el cine de Iñárritu. Me parece predecible, acartonado y de un “jodidismo” tan ampuloso como molesto. No obstante, cada vez que escucho a alguien que lo descalifica por el hecho de ser “mamón”, sin ni siquiera citar su obra, la verdad es que me dan ganas de admirarlo. Mucho. ¿Estaré mal? (F)

+Este texto aparecerá en un formato diferente en el número diciembre-enero de la revista Deep.