Los hermanos Galindo, productores del Show de los sueños y Hazme-reír, han reinventado con intensidad delirante el orden simbólico de los reality shows. Va una reflexión al respecto.
En el libro Nobrow: the culture of marketing, the marketing of culture (2001), el analista John Seabrook planteaba una teoría que a estas alturas ya se ha establecido como una asunción general del mundo occidental: a diferencia de quienes los precedieron en el siglo XX, las generaciones nacidas a partir de los 60 dejaron de percibir con claridad la diferencia entre la “alta cultura” (highbrow) y la “baja cultura” (lowbrow), puesto que la manera en la que se relacionaban con la cultura entendida en su acepción más general, y determinada en buena medida por los medios de comunicación electrónicos, tendía a concebir a la realidad en un neutro nobrow, donde lo sofisticado y lo popular se mezclaban para crear un solo flujo o mainstream. Esta nueva dimensión estaba íntimamente relacionada con un cambio socioeconómico: las élites burguesas culturales, ésas de apellidos de abolengo y asociadas a la “alta cultura”, estaban en proceso de ser eliminadas por una serie de nuevas élites sin prosapia y tradición, pero con más dinero y vitalidad. Expuesto en términos más simplones: adiós glamour, hola naquez.
En el mundo nobrow, el valor absoluto es la celebridad, la cual se calibra en función de la exposición mediática. Si no sale en televisión, el hecho no existe, punto. Ahora, ser una celebridad televisiva no es fácil. Amén de contar con los atributos físicos necesarios (naturales u operados), y el estómago necesario para soportar las tribulaciones que impone el camino a la fama, se requiere estar en el lugar y el momento indicados. Por cada Ninel Conde que “la hace”, hay miles de teiboleras que, por más ganas que le echen, no van a pasar del sofá de un wanna be que se hizo pasar por director de casting. Hay que decirlo: a menos de que uno esté dispuesto a convertirse en un asesino en serio o matar viejitas, el camino al éxito mediático no se recorre a fuerza de mera voluntad, la suerte y la fortuna influyen, y mucho. Andy Warhol no tenía razón: por más que lo intenten, no todos pueden tener sus 15 minutos de fama.
Una buena parte de la sociedad, desesperada por ser célebre, es incapaz de aceptar esa neta. Por ello, no sorprende que el concepto del reality show se haya popularizado tanto en esta década: crea la falsa sensación de que cualquiera puede acceder al mundo del estrellato, siempre y cuando esté dispuesto a exhibir sus limitaciones o miserias personales. Esa dinámica se da ya en casi todo el planeta. La globalización del mal gusto, supongo. En nuestro país, sin embargo, hemos alcanzado grados de pintoresquismo inéditos gracias a los hermanos Santiago y Rubén Galindo, productores de los Shows de los sueños (Bailando por un sueño, Cantando por un Sueño, Sangre de mi sangre, Los reyes del show y, en una variación menos azotada, el reciente Hazme-reír), quienes han llevado a los realities a extremos de tal ridiculez que no queda otra más que tirar la toalla y reconocer que representan el surgimiento de una nueva clasificación antropológica: el jodidobrow.
Angeles de la guarda
La dinámica de los “Shows de los sueños” es muy sencilla: tras una serie de castings, la producción recluta a un conjunto de “soñadores” para que, ayudados cada uno por una luminaria del Canal de las estrellas, puedan transformar su esperanza en materia. A contracorriente de La Academia o los realities producidos por Pedro Torres (Big Brother), el sueño no consiste en convertirse en un famoso; aquí, en el universo jodidobrow de los Galindo, el valor absoluto no es la celebridad, sino el escape de la jodidez. Lo que importa es estar bien jodido. No basta con estar desempleado o carecer de dinero, no, aquí la precariedad debe ir acompañada de una situación límite que le inyecte un exasperante dramatismo a la pobreza: una madre cuyo cáncer podría ser erradicado con una costosa operación, un padre discapacitado en imperiosa necesidad de una prótesis, un hermano susceptible de perder la vista si no se le somete a una onerosa terapia, en fin, mientras más ojete sea el dilema, mejor.
En el juego escénico de la representación del Show de los sueños, las celebridades fungen como ángeles guardianes que acobijan a los soñadores y pelean por su sueño a través de su participación conjunta en una serie de concursos de baile y canto cuya baja calidad avergonzaría a cualquier estudiantina de colegio marista. Las celebridades participantes, los ángeles cuya luz traduce los sueños en realidad, se dividen en cuatro clases: los lanzamientos (famosos en efervescencia como Pee wee y Nigga), los talentosos sin fama (estrellas que sí cantan, pero que no han logrado ni lograrán consagrarse: la gordita Sheyla, Kalimba), las vedettes estrambóticas en busca de redención (Ninel Conde, Niurka, Gloria Trevi) y los naquitos de relleno (José Manuel Figueroa). Sin racionalidad aparente, estos concursos son calificados por personalidades has been’s como Lupita D’Alessio y Amanda Miguel, quienes, proporciones guardadas con el humor irreprochable de Jim Henson, desempeñan una función más cercana a la de los críticos vejetes que comentaban la acción en el Show de los muppets que a una honesta labor de ponderación. Prueba de ello es que sus calificaciones no importan en la praxis, pues es la audiencia (¿quién más?) la que decide vía votos telefónicos quién se queda o sale del Show de los sueños. El pueblo no inclina su preferencia hacia el soñador más jodido o al equipo más talentoso (¡malditas masas!), sino en función de la celebridad con más arrastre. El maestro de ceremonias, el San Pedro de este paraíso, es Adal Ramones, ese Raúl Velasco posmoderno que, gracias a la magia de la televisión y los implantes de pelo, ahora luce como el primo metrosexual del conductor que hasta hace poco conducía Otro rollo (+).
Bajo la óptica de la televisión mexicana, la única forma en que un pobre puede convertirse en rico es descubriendo que es la hija o hijo abandonado de una familia rica, como sucede en el 99.9% de las telenovelas, o de plano ganando la lotería o un concurso. En un país tan desigual como el nuestro, el trabajo y el esfuerzo no son valorados porque no representan mecanismos efectivos de movilidad social. En ese sentido, la contribución de los Galindo no es menor, ya que le han encontrado una tercera vía al escape de la pobreza: hoy, como consecuencia de la intervención divina de las celebridades, uno quizá no deje de estar jodido, pero por lo menos sí pueda conseguir esa anheladísima operación para la abuelita o el hermanito. Y si no, pues qué caray, ¡por lo menos la gloriosa satisfacción de cantar a dúo con la Trevi en el primetime del 2! (F)
+ Adal Ramones tomó un ¿merecido? break y se abstuvo de conducir Hazme-reír, el esfuerzo más reciente de los Galindo. Sus sustitutos: Marco Antonio Regil y Angeliquita Vale.
++Este artículo se publicó originalmente en la revista Deep.