Archive for diciembre, 2011

diciembre 31, 2011

Las películas del 2011

por Mauricio González Lara

Estas son las 15 películas que más me gustaron en el 2011. Como siempre, sólo enlisto cintas estrenadas en el circuito comercial.

1 De dioses y hombres. En un año en el que varios directores intentaron conectarse con irritante grandilocuencia al cosmos divino, Xavier Beauvois entregó una cinta cuya espiritualidad radica en la más humilde de las trascendencias: el sacrificio por los demás. La última cena de los monjes, con esa danza de rostros y emociones conscientes de su fatal destino, es invencible. Imposible no querer abrazar a esos hombres. Somos más hermosos cuando somos más vulnerables. De dioses y hombres entiende esto y lo exponencia al máximo. Mi favorita del 2011.

2 El juego de la fortuna (Moneyball). Si realmente lo deseas y cuentas con la habilidad natural básica, nos dice el ethos del sueño deportivo americano, la victoria será tuya. El tema central de Moneyball es una trasgresión de toda esa basura: no importa qué tanto lo quieras, o incluso si eres insólitamente talentoso, la diferencia entre ganar la serie mundial y quedarse en los últimos lugares radica en estrategia y estadísticas, en números y horas nalga. Nada más. Que una premisa tan cruel y aburrida sea el cimiento de una de las cintas deportivas más emocionantes de todos los tiempos no es mérito menor. El guión de Aaron Sorkin y Steven Zaillian, ácido y sostenido, es ejecutado con inteligencia por Bennett Miller, quien evita todos los clichés del género con astuta frialdad. Lo más sorprendente es Brad Pitt, quien carga la película sobre sus hombros con el aplomo y simpatía del más clásico Robert Redford.

3 El planeta de los simios (R)evolución. La libertad es ruptura y paroxismo. Eso se sabe. Sin embargo, nunca lo habíamos visto plasmado con tanta claridad como con ese “no” emitido por César en el segundo tercio de esta precuela a la famosa saga de los changos. Casi se puede sentir cómo la gente se queda clavada en sus asientos. Increíble. Un clásico instantáneo. Mención aparte merece el trabajo de Andy Serkis como César, la criatura más expresiva que ha dado hasta hoy el “motion capture”.

4 Senna. Words of advice for Michael Mann: la legendaria rivalidad entre Ayrton Senna y Alan Prost, centro de gravedad de este trepidante documental dirigido Asif Kapadia,  debería ser el tema de su próxima película: hombres  con códigos morales propios enfrentados en escenarios visualmente delirantes.  Heat on wheels! Hágame caso, en serio.

5 Fish tank. Más cerca del espíritu de Mouchette que del cine de Ken Loach, este retrato de una adolescente atrapada en la pecera de las cero expectativas de la clase trabajadora inglesa es un acto de equilibrio ajeno al trazo gordo y reduccionista que suele caracterizar al “drama social”: al final de la primera mitad, cuando la tragedia y el horror amenazan con aparecer, queda claro que la historia ha sido conducida con una elegancia poco común en el género. El resultado final es entrañable: no hay un ojo seco en la sala cuando madre e hijas se dicen adiós al ritmo de “Life’s a bitch and the you die”, de Nas. De Andrea Arnold, escritora y directora de Fish tank, sólo espero grandes cosas.

6 El caballo de Turín. Inmersivos e hipnóticos, los primeros dos planos secuencia de la que quizá sea la última cinta de Béla Tarr son de una expresividad demoledora, tan apabullantes como el tortuoso viento que rodea a esa casa perdida en la infinita línea del tiempo. No hay metafísica en el infierno, sólo tedio y desgracia.

7 Temple de acero. El viaje iniciático “quiebra caballos” que marca el paso de la adolescencia a la adultez de Mattie Ross (Hailee Steinfield, gigantesca) es el pasaje más sentimental de toda la filmografía de los Coen; la caída a un mundo donde todo tiene precio y las leyendas sólo existen en la memoria. Un punto de inflexión en la filmografía de Ethan y Joel. Al tiempo.

8 La nana. La “involuntariamente” cruel costumbre de visualizar a la sirvienta como parte de la familia –rasgo recurrente en las clases medias altas de casi toda Latinoamérica- es desglosada con inteligencia y lucidez por Sebastián Silva, quien además de lograr un acertado retrato de nuestra hipocresía no asumida, construye un fascinante retrato de personaje en torno a la fabulosa actuación de Catalina Saavedra.

9 Fuera de Satán. Bruno Dumont sorprendió a conversos y detractores con lo que hasta ahora es su trabajo más amoroso y emotivo.  Serena y libre de truculencias, pero totalmente congruente con las líneas temáticas de su filmografía (la ecuación violencia/transformación espiritual), esta cinta es ideal para acercarse al trabajo del francés, quien cada vez encuentra más puntos de confluencia con la obra del mexicano Carlos Reygadas.

10 Copia fiel. La constante temática de Abbas Kiarostami –las finas fronteras entre realidad y representación- al servicio de una agridulce historia de amor que naufraga en la Toscana. La crónica del fin del romance contada a partir de la simulación del mismo. Uno de los puntos más altos en la carrera de Juliette Binoche. Dolorosa.

11 El amor de mi vida (Bright Star). Este film sobre el romance entre el poeta John Keats y Fanny Brawne no sólo es una hermosa meditación sobre la imposibilidad del amor total,  sino que también funciona como una original reflexión sobre cómo dialogan las artes entre sí, en particular la poesía y las expresiones plásticas. El regreso triunfal de Jane Campion al cine de grandes ligas.

12 La piel que habito. El valor de la cinta no está en la historia ni en los diálogos –meros pretextos para materializar ideas y obsesiones-, sino en el virtuoso flujo de imágenes de contemplación azorada entre Anaya y Banderas. El observador es preso de su mirada, pero no siempre lo que ve es verdad. Tras el hoyo negro de Los abrazos rotos, Almodóvar arriesga y demuestra que sigue ahí, vivo y expectante.

13 Misión: Imposible Protocolo Fantasma. Repletas de referencias desternillantes (de Minority Report a Intriga internacional), las secuencias del Kremlin, Dubai e India son prodigios de vértigo y agilidad. El final es habilidoso y le  da a lo ocurrido en la anterior entrega -y a toda la serie- una resonancia emotiva que nunca tuvo. Así de bueno es Brad Bird. Aguardamos con ansia su próxima jugada. Plus: sin proponérselo, con naturalidad suprema, Paula Patton terminó siendo una de la presencias más cachondas del año.

14 Harry Potter y las reliquias de la muerte parte 2. ¿Por qué el panzón y adulto Harry Potter luce tan deprimido y “Godínez” en el epílogo?  Nunca lo sabremos. Es una secuencia horrible y ridícula, pero no es suficiente para obliterar los innegables logros de esta última cinta del maguito. De la muerte de Alan Rickman a la espectacular toma de Hogwarts, el final de la saga Potter terminó siendo más oscuro y satisfactorio que, digamos, los primeros tres episodios de La guerra de las galaxias. Ni modo.

15 Damas en guerra (Bridesmaids). Este efectivo vehículo ideado para desplegar los innegables talentos cómicos de Kristen Wiig contiene la que quizá sea la secuencia más corrosiva del año: un festival de escatología que literalmente se caga y vomita en la idea de la boda como evento cursi y femenino. Delirante. Ni Sergio Pitol lo hubiera pensado.

Películas que odié: El cisne negro, La mujer que cantaba, Pastorela, Así se siente el amor, Contagion, En un mundo mejor.

diciembre 9, 2011

Regreso a Paxia

por Mauricio González Lara

Hay un nuevo cliché en la posmodernidad mexicana: aplaudir cualquier lance culinario que se presente con aires de pretensión.

El éxito de la llamada “cocina mexicana de autor”, consistente en reinventar la gastronomía tradicional bajo una lógica personal de deconstrucción, es uno de los  fenómenos más celebrados de la posmodernidad nacional. El encomio me parece fantástico, sobre todo si se traduce en inspiración para nuestra alicaída marca país, tan golpeada por la crisis y la inseguridad. Tanto entusiasmo, empero, ha generado una zona de confort donde se aplaude sin recato cualquier lance culinario que se presente con aires de pretensión. Botón de muestra: el éxito de Paxia, marca propiedad del chef  Daniel Ovadía que cuenta con dos restaurantes en el Distrito Federal.

Voy a criticar  a Paxia porque salí de ahí –desde la primera vez que fui– con esa sensación molestísima de tener la sospecha de que te han engañado. Lo voy a criticar, también,  porque así lo pacté con el mismo Ovadía, quien insistió en que visitara de nuevo su restaurante tras haber leído los comentarios de esa decepción en mi cuenta de Twitter. Pero en especial voy a criticar a Paxia porque es el emblema de una tendencia que odiaría ver consolidada. Para esto estableceré tres puntos que creo deben considerarse a la hora de hablar sobre comida. Van a sonar a verdades de perogrullo, pero no está de más recordar ciertos puntos básicos, sobre todo en una época en que parece que cualquiera que coloque el adjetivo adecuado –untuoso, crocante, inesperado– es gourmand y/o crítico gastronómico.

Ingredientes. Si no hay un buen ingrediente no habrá un buen platillo. Punto. ¿Por qué vas a un lugar a comer ostiones en su concha en vez de al local de junto? Para tener un buen ingrediente hay que saber distinguirlo, saber cuándo y dónde comprarlo, conocer sus variedades, temporadas, propiedades. En Paxia probé 24 platos en total (aglutinados en dos diferentes menús de degustación, por los cuales pagué, sumados a varios mezcales y copas de vino, poco más de 3,500 pesos). Sus ingredientes –con la excepción, admito, de los irreprochables chinicuiles- distan de ser “benchmarks”; algunos, incluso, estaban por debajo de lo aceptable: la ensalada de arúgula y nopalitos no irradiaba frescura, y la consistencia apagada del filete de res en mole carretero sugería demasiada refrigeración.

Técnica. Esto es igual a horas de talacha, de cortar brunoises, julianas, chifonadas; miles de litros preparados de salsas bernesas, holandesas, bechamel, consomé clarificado; salteado, sellado, horneado, tiempos de cocción, saberse las recetas al dedillo. Esto es lo que hace la diferencia entre, no digamos dos restaurantes de comida clásica francesa, sino incluso de las fondas y los puestos callejeros. Por eso, en el caso de la comida mexicana, es tan difícil ganarles a las mamás. No es que el taco de canasta o la tortita ahogada de Paxia sean malos, pero sí son inferiores a los que se pueden encontrar en cualquier mercado.

Experimentación. No es un paso obligatorio: es una decisión personal y pocos pueden decir que en este punto han hecho una contribución significante en la historia de la gastronomía.  El problema surge cuando se busca crear un concepto que recurre al artificio para suplir un hueco en la propuesta. Platillos que podrían ser memorables son arruinados por gestos que destruyen el logro obtenido: una moneda de chocolate que oblitera lo que hubiera sido una envolvente copa de mole, o una suma infantil de tortilla, pato, trufa y foie gras que deriva en algo que la carta denomina pintorescamente como “Budín azteca”. Como ejemplo afortunado, el pozol de Ovadía es todo lo que debería ser el resto de la experiencia: se deja sentir la tradición de la que proviene al tiempo que se coloca en un presente propositivo.

Junto con el vino de la casa, es uno de los pocos logros de Paxia que en verdad están a la altura de su imagen.

P.D. La primera vez que fui a Paxia, sucursal San Angel, el servicio fue malo y descortés; esta segunda vez, en sucursal Santa Fe, fue excelente. Les agradezco a Daniel Ovadía y a su cortés gerente Jesús Maya la atención en esta segunda visita.

+Este texto aparece en la edición diciembre/enero de la revista Deep en una versión ligeramente modificada por cuestiones de espacio. La ilustración es de Alberto Caudillo.