Archive for ‘Surrealismo’

diciembre 28, 2012

Las películas del 2012

por Mauricio González Lara

Aquí las cintas que más disfrute en el 2012. Sólo incluyo estrenos comerciales (es decir, que estuvieron en exhibición por lo menos una semana en alguna sala comercial del Distrito Federal). Amour, Holy Motors, De metal y hueso y Beasts of the Southern Wild serán consideradas en la lista de 2013.

1 Juegos de hoy (Play). Gotemburgo, Suecia. Una pandilla juvenil se dedica a robar a adolescentes de clase media alta que aborda en centros comerciales con una estafa conocida como “el truco del hermano”, donde más que engañar a la víctima, el criminal la intimida al punto en que ésta termina por entregar sus posesiones bajo el argumento de que en realidad le pertenecen al hermano del agresor. Las víctimas son blancas; los pandilleros, negros. A través de una estética donde domina el plano general, la acción fuera de cuadro y la cámara sostenida, el director Ruben Östlund formula una serie de cuestionamientos que explotan en serie: ¿Cuáles son los límites de la corrección política? ¿Cómo usamos la vergüenza para dominar a los demás? ¿Cuál es el vínculo entre la indiferencia y la explotación? ¿Cómo construimos la identidad del otro? ¿Qué podemos esperar de una sociedad cuyos avances parecen incluso promover el abandono de sus niños? Basada en sucesos reales, Play fue la experiencia más inteligente y abrumadora que tuve este año en una sala de cine.

2 No. La lucidez con la que el director Pablo Larraín evade las numerosas trampas discursivas en las que pudo haber caído su película es admirable. “La alegría ya viene” y no se lo debemos a la pureza ideológica, sino a un hombre desapegado y reticente atrapado por la circunstancia (interpretado con solvencia por Gael García Bernal). El pragmatismo es el motor de la historia.

3 Hugo. Mi reseña, “aquí”.

4 Esta no es una película (In Film Nist). Momento mágico: en medio del tedio y la frustración del forzado encierro doméstico, una iguana captura la atención y se hace cine. La praxis de hacer la película y no contarla. Jafar Panahi da una masterclass de desafío y resistencia frente al autoritarismo que todo lo ahoga.

5 La cueva de los sueños olvidados (The Cave of Forgotten Dreams). La horrorosa belleza del epílogo de los lagartos albinos mutantes –a la altura del delirio de los finales de Stroszek y Aguirre– casi nos hace olvidar el inspirado acierto de usar la 3D como vehículo estético para reflexionar sobre el arte y la identidad.

6 Una separación (Jodaeiye Nader az Simin). La película de Asghar Farghadi es un triple triunfo: uno, es un conmovedor drama sobre la ruptura de una familia a causa del divorcio de los padres (ella quiere emigrar, él quiere quedarse en Irán); dos, es un thriller lleno de tensión y furia sobre la lucha de un hombre que es acusado de un crimen que no cometió; tres, es un estudio sobre las diferencias políticas, religiosas y sociales que separan a los iraníes.

7 Toda una vida (Another Year). Una peregrinación de soledades y tristezas. La devastación en el rostro de Lesley Manville en los minutos finales es el punto más alto en la carrera de Mike Leigh.

8 El espía que sabía demasiado (Tinker Tailor Soldier Spy). La sinuosidad con la que avanza el juego de espejos en esta película de Tomas Alfredson requiere paciencia. Vale la pena: toda posible recriminación ante el tempo con el que se desarrollan los acontecimientos queda hecha añicos cuando llega la secuencia en la que Smiley (Gary Oldman, icónico) revela su encuentro con “Karla”. La excitada oscuridad del rostro de Oldman es más emocionante que toda la trilogía Bourne.

9 La cabaña del terror (The Cabin in the Woods). De acuerdo: la manera en que Drew Goddard (director) y Joss Whedon (coguionista) juegan con las dinámicas con las que se representan la violencia y los roles en las narrativas occidentales es notable. También, cierto: el diálogo “meta” con las innumerables cintas y leyendas que cita in crescendo la película en su segundo acto (¡y que terminan con la mismísima Sigourney Weaver!) es espectacular. Nada de esto tendría genuino valor si la película no fuera el delirante divertimento que es. La ocurrencia siempre debe de ir aparejada del oficio que exige el placer cinematográfico. Con todo y que sólo es el coguionista, ¿habrá que comenzar a revalorar al nerdazo de Whedon? Mejor esperamos un rato.

10 Post tenebras lux. La emoción de pérdida que anuncia la oscuridad en Post tenebras lux está marcada por la inclusión de It’s a dream, de Neil Young. Al principio, la decisión se antoja como un error, como un gesto casi petulante del director. Sin embargo, una vez aceptada, nos damos cuenta de la congruencia conceptual de lo que se presenta en pantalla: la «pradera» de Neil Young alberga luz y oscuridad, paz y violencia, como la naturaleza en la obra de Carlos Reygadas. Esa dinámica de duda frente a lo que se ve persiste durante toda la cinta: desde la aparición literal del “maligno” hasta la deliberadamente anticlimática decapitación final. Ese es el valor de Reygadas: demanda una actitud de apertura y confianza del espectador que, por lo menos hasta ahora, ha sabido recompensar con una belleza formal pocas veces vista en el cine mexicano. Seguimos creyendo.

11 La caza (Jagten). La asunción de Thomas Vinterberg de un estilo de dirección sobrio y desafectado para maximizar la fuerza de la historia es toda una lección de humildad en estos tiempos de cámaras nerviosas y efectos múltiples.

12 Tenemos que hablar de Kevin (We Need to Talk About Kevin). Una pieza sobre la maternidad y sus demonios disfrazada de cinta de asesino serial. Roja y visceral.

13 Poder sin límites (Chronicle). El útimo tercio es desastroso –Godzilla vs. King Kong, básicamente-, pero la idea de que el poder en manos de un nerd no deviene en El hombre araña sino en un monstruo acomplejado y sicópata está plasmada con convicción en la primera mitad. Plus: la secuencia del desmembramiento telepático de la araña es quizá la escena más siniestra que haya visto en una película de superhéroes.

14 El precio de la codicia (Margin Call). Una gélida instantánea de la rapiña financiera que define el mundo de principios de siglo. El ensamble actoral del año. Si Wall Street hubiera sido escrita por David Mamet sería algo similar a este debut prometedor de J.C. Chandor.

15 Triste canción de amor (Take this Waltz). Detrás de un engañoso tono bobalicón, Sarah Polley cuenta una historia de infidelidad llena de matices frescos e inteligentes. Michelle Williams ratifica que es la mejor actriz de su generación. Plus: Polley le roba Video killed the radiostar a MTV y la dimensiona como incandescente soundtrack del encuentro amoroso.

16 El hombre de al lado. Todo un manifiesto antihipster. Una pertinente disección de la arrogancia y condescendencia de la clase media ilustrada de Latinoamérica. De lo más interesante del cine argentino reciente.

17 Poder y traición  (The ides of march). La mejor película de George Clooney hasta ahora. ¿Por qué? Algunas razones “aquí” y “acá”.

18 Melancolía (Melancholia). La primera parte es pesada y demasiado referencial (von Trier vía Dunst en queja perpetua contra el mundo y sus exigencias); la segunda parte, en cambio, contiene las imágenes más hermosas de la carrera de Lars.

19 Operación skyfall (Skyfall). Dos momentos: la emocionante aparición del Aston Martin y el plano secuencia en el que Bardem cuenta la historia de las ratas (la aparición más sorprendente de un villano en toda la filmografía Bond).

20 Ted. Al diseñar al oso como un compendio de cultura pop, Seth MacFarlane creó la alegoría perfecta de la ñoñez masculina y su relación con la industria del entretenimiento. La secuencia de la fiesta con Flash Gordon recuerda al John Landis de Animal House.

De valor:

El lenguaje de los machetes, Deseos culpables (Shame), Exit Through the Giftshop, Carlos, The Grey, El caballero de la noche asciende, Los descendientes, ¿Sabes quién viene a cenar?

Decepciones:

The Master. P.T. Anderson se obsesiona con filmar Barry Lyndon cuando la película pide a gritos ser Naranja mecánica.

Moonrise Kingdom. Ya habíamos estado aquí antes, cuando todo era más denso y sorprendente. Hoy sólo hay lindura y repetición.

Prometeo. Las deslumbrantes composiciones visuales de Ridley Scott son hundidas por su indolencia frente al rumbo ñoño y new age que toma el guión de Damon “Lost” Lindelof.

Asesino del futuro (Looper). La dinámica de viaje en el tiempo está excepcionalmente lograda: se siente que transcurren treinta años en dos horas.

El Santos vs. la Tetona Mendoza. Una de las tiras más originales y subversivas de la historia es transformada en una cinta simplona y aburrida. Al nivel de Huevo Cartoon.

La que odié:

Amigos (Intouchables). Insoportable. En un universo paralelo la imagino como un vehículo perfecto para la India Maria. Sólo basta sustituir a Omar Sy con María Elena Velasco y listo: dinero en el banco.

junio 14, 2012

La dominación nerd

por Mauricio González Lara

El 2012 es el año de la dominación nerd. ¿Por qué aplaudir el ascenso de los ñoños al poder? 

Contra las cifras no hay discusión: ante los cerca de 2,000 millones de dólares que Los Vengadores lleva recaudados alrededor del planeta en menos de dos meses de exhibición, junto a los otros cientos de millones de dólares provenientes de otras franquicias de fantasía y superhéroes, nadie duda ya que el mundo le pertenece a los nerds.

De hecho, se podría discutir, con asertividad, que el cine es territorio nerd desde hace ya un buen tiempo. No obstante, el nerd ya no es lo que era antes. El personaje que hoy rige el imaginario de lo que se ve en las salas es un ser diferente al que solíamos conocer, uno más poderoso y agresivo, capaz de redefinir el panorama cultural de una manera poco deseable para todo aquel que quiera ver algo más que seres míticos en mallas.

La intención de este artículo no es ser un manifiesto antinerd, sino la de reflexionar en torno a cuáles son las características y espíritu del nerd actual, así como sus efectos en el consumo cinematográfico. Analizados con acuciosidad, algunos de los directores y creativos mencionados en este texto denotan algunos rasgos ajenos a la cultura nerd en la que se les inserta. No importa. Toda cartografía es inexacta, y si bien cada autor de los aquí citados posee peculiaridades que lo pueden apartar del conjunto, por ánimo y coyuntura no deja de pertenecer a él.

De acuerdo con el Merriam Webster Dictionary, un nerd es una persona desprovista de estilo y de habilidades sociales limitadas entregada a intereses intelectuales cuyo desarrollo contribuye a su propio aislamiento. En otras palabras, un inadaptado que se refugia del exilio social en un universo cultural curado por él mismo. Hace unos años aceptarse como nerd era motivo de vergüenza y desesperación; hoy, por lo menos en lo que se refiere a la industria cultural, es un distintivo que se usa con orgullo y desenfado. Lo nerd vende: comics, tecnología, cine, juegos de rol, literatura fantástica, música indie, junto a todo aquello que conforme una obsesión antes reservada para la adoración de culto, hoy equivale a dinero en el banco y espacios en los medios.

Ser nerd es el nuevo rock: un estilo de vida inocuo en el que el almacenamiento enciclopédico de datos inservibles y el consumo infantiloide sirven para crear la ilusión de ser único y estar por encima del resto.

La primera ola nerd: Pulp Fiction

No resulta fácil de explicar ahora, e inclusive muchos pensarán que es una tomadura de pelo, pero asumir que el cine era algo más que un simple entretenimiento a principios de los noventa no sólo era bien visto, sino que hasta estaba de moda.

El mal llamado “cine de arte” -todas aquellas expresiones cinematográficas que asumen sin vergüenza ambiciones artísticas ulteriores al entretenimiento- no era un término que provocara muecas de desaprobación entre espectadores y periodistas; al contrario, si bien la taquilla le pertenecía a Hollywood, parecía haber un inusual interés por acercarse a materiales que, amén de su calidad final, se caracterizaban por su pretensión de ser algo más que un vehículo para pasar el rato. Ciertamente hubo excepciones –Batman y Batman Regresa, de Tim Burton; El Silencio de los Inocentes, de Jonathan Demme-, pero no es fácil rebatir que en esos años se consideraba, no siempre con razón, que la calidad era irreconciliable con la taquilla. Las divisiones entre alta y baja culturas eran infranqueables. El grueso de la crítica mundial despreciaba todo lo que oliera a historietas, programas de televisión y demás productos “pop”. La postura era equivocada e inexplicable. ¿Por qué empeñarse en negar, casi por sistema, a lo popular como valioso? ¿Acaso cineastas como Hitchcock, considerados en su época como meros entertainers, no se habían revelados hondos e innovadores para las generaciones posteriores? ¿No era deshonesto descartar intelectualmente a los comics en el cine tras Spiegelman, Moore y Burns? ¿Por qué denostar lo pop por el simple hecho de serlo?

La arrogancia miope con la que se definía el valor artístico derivó en un creciente desfase entre público y crítica. Lo popular terminó por imponerse. El punto de inflexión se dio en 1994, cuando Quentin Tarantino ganó la palma de oro con Pulp Fiction. No fueron pocos los que celebraron el triunfo. ¿Cómo no hacerlo? Era una reivindicación total: el nerd de clase media, ese gringo freak que creció encerrado en una tienda de video, le había ganado a Krzysztof Kieslowski, Atom Egoyan y Abbas Kiarostami. El efecto final, irónicamente, no fue una mayor inclusión que permitiera evaluar con un mínimo de justicia toda la oferta cinematográfica de calidad, se ostentara como alta o baja cultura, sino una obliteración de todo aquello que no se ajustara a la nueva sensibilidad pop.

El universo Tarantino desplazó el “cine de arte”. Todo aquel que se negara a habitarlo corría el riesgo de quedar relegado a un segundo plano. La masturbación referencial se posicionó como ejercicio de alta cultura. El héroe existencial, como bien señaló en su momento el guionista y director Paul Schrader, fue sustituido por el héroe irónico. Ninguna situación, por dramática que fuera, estaba libre de ser entrecomillada por una autoconciencia contaminada por el miedo constante a hacer el ridículo. Las películas trataban sobre otras películas; las salas se poblaron de eruditos pop que se reían ostensiblemente cada vez que detectaban algún guiño de ojo, fuera cómico o no. Mientras otrora promesas apenas y lograban sobrevivir, directores tan limitados como Kevin Smith eran celebrados como iconoclastas por filmar chistes guarros sobre La Guerra de las Galaxias. El pop se convirtió en canon y  lo demás pasó a ser aberración ociosa y aburrida, un recuerdo pedante de días pasados.

Sin mayores resistencias, ataviada con el disfraz de la posmodernidad, la primera ola de dominación nerd había comenzado su reinado. Tampoco es que careciera de antecedentes. En los setenta, directores como John Landis, Joe Dante, George Lucas y Steven Spielberg ya desplegaban sin inhibiciones su saturación pop, pero lo hacían con una gravedad no celebratoria que trascendía el mero juego referencial. El entusiasmo con el que abordaban  sus influencias se desplegaba como exploraciones genéricas (Los Cazadores del Arca Perdida, Hombre Lobo Americano en Londres) o vehículos para expresar soledad y alienación (ET, Explorers, Matiné), pero nunca se asumía como un fin en sí mismo, ni siquiera en el caso de La Guerra de las Galaxias.

La dominación nerd noventera se imaginaba de forma distinta –para ellos la referencia sí era textura y destino -, aunque compartían un elemento clave con sus pares setenteros: un deseo palmario por dominar el oficio. No abundan críticas que escamoteen la espectacularidad con la que está narrada The Matrix (Wachowski),  pongan en duda la meticulosidad de las secuencias de acción de Kill Bill (Tarantino, o descalifiquen la inventiva visual de Darkman (Sam Raimi).

Desde luego que hubo farsantes incapaces de colocar bien una cámara (el citado Smith), pero los noventa se caracterizaron por contar con nerds cuyos estándares de calidad les impedían ser artesanos mediocres. Ese nivel de exigencia era parte central del mito tarantinesco: independientemente de su relativa inexperiencia técnica, la pasión por el celuloide era tan intensa que la exigencia autoimpuesta por entregar una obra acabada y deslumbrante era más grande que la de los directores que habían pasado por la escuela de cine. La misma ambición aplicaba aún más para el hipsterismo emblematizado por el universo salingeriano de Wes Anderson y sus clones, que, si bien no transitaban por los mismos caminos mainstream de sus colegas pop, desplegaban una devoción a sí mismos que sin duda los acreditaba como nerds (high brow, pero nerds al fin). La lógica era orgullosa: realizar trabajos para la pantalla grande y ser apreciado por ello.

La actual ola de dominación nerd no necesariamente comparte esa aspiración.

La segunda ola nerd: Los Vengadores

En un artículo escrito en diciembre de 2009, el crítico Ernesto Diezmartinez rescata una disertación en la que Ermanno Olmi, director y guionista del postneorrealismo italiano, realiza una clasificación rápida de las cuatro generaciones de directores que forman hasta hoy la historia del cine. La primera era la integrada por autores que veían la vida, lo que pasaba a su alrededor y luego hacían cine; la segunda estaba compuesta por directores que veían las cintas de los de la primera generación, salían a experimentar la vida y después regresaban a hacer cine; la tercera aglutina a cineastas que vieron las películas de las generaciones anteriores y se preocuparon poco o nada de la vida (los nerds noventeros); y la cuarta es la de personajes que no han visto el cine de ninguna generación, no les interesa la vida y sólo están preocupados en utilizar las tecnologías más avanzadas del mercado. La cuarta generación, sostiene Olmi, es la que domina hoy el cine.

Si bien estas clases de cineastas no forzosamente están divididos en términos generacionales -Werner Herzog, por ejemplo, apunta que lo mejor que puede hacer un cineasta es caminar por el mundo y perderse en él antes que cultivar su cinefilia o pisar un set-, la burlona clasificación resulta pertinente porque ayuda a comprender la segunda ola de dominación nerd que se ha erigido en la fuerza cultural dominante de la oferta cinematográfica actual.

Olmi se equivoca cuando apunta que los nerds actuales desconocen el trabajo de las generaciones anteriores. No todos son como Michael Bay o Zack Snyder. Queda claro que J.J. Abrams, Edgar Wright, Dan Harmon y Joss Whedon, por nombrar algunos, reconocen y estiman a sus antecesores, sobre todo a los nerds setenteros estilo Spielberg. Sin embargo, Olmi acierta en un punto: para muchos directores de hoy, el cine y su esplendor son ideas del pasado. Para ellos lo importante es la creatividad y viabilidad comercial con la que se pueda remezclar una idea pop, y no el cine como arte o vehículo para generar epifanías. Unos lo podrán hacer mejor que otros -Harmon y Wright, en particular, rayan en la genialidad-, pero para el grueso de esta segunda ola de dominación nerd el cine es una pantalla más, llamativa por su aún vigente impacto en el mainstream, pero de importancia decreciente. El cine como espectáculo deslumbrante vivido en una sala no existe ya como concepto a menos de que se trate de una experiencia resaltada por la 3D u otro artilugio técnico. No es casual, por ende, que muchos de estos creativos fueran conocidos primero en la televisión y no en los estudios fílmicos.

El caso de Joss Whedon, cuyo mayor éxito antes de adaptar los héroes de Marvel había sido la teleserie Buffy, es emblemático. Los Vengadores no carece de méritos, pero difícilmente uno de ellos es su espectacularidad. Con la salvedad de un plano secuencia cuya notoriedad obedece más al avance del CGI que al oficio cinematográfico, la dinámica con la que Whedon encuadra y resuelve los espacios evidencia una formación televisiva donde el timing y la química actoral prevalecen por encima de la estética y la innovación narrativa. La verdadera razón para ver Los Vengadores son sus efectivos gags y oneliners, nada más. Ni su gastada épica mitológica ni sus subtextos (metáforas básicas del hombre/superhéroe como ser solitario y disfuncional) pueden ocultar que, como espectáculo, es una experiencia mediocre. Basta comparar Los Vengadores con Misión Imposible IV: Protocolo Fantasma para descubrir la dolorosa ausencia de placeres visuales de la primera.

Dato revelador: Brad Bird (Los Increíbles, Ratatouille) es quizá el único director de esta segunda ola de dominación nerd que ha lamentado con constancia y de manera pública la muerte del celuloide y la estandarización del formato digital.

¿Necesitaba el mundo una cinta de superhéroes de 300 millones de dólares, en 3D y dos horas y media de duración que en el fondo fuera una sitcom divertida pero no más compleja que, digamos, el mejor capítulo de The Big Bang Theory? He aquí donde empiezan los problemas con los estándares de la nueva dominación nerd.

Cualquier otra respuesta que no sea un rotundo “sí” será atacada y vilipendiada con inusual agresividad por los millones de fans tanto de Marvel como de Whedon bajo uno de tres argumentos: uno, el crítico no entendió los sutiles “whedonismos” que elevan la obra a un nivel autoral tan o más complejo que cualquier cinta de Tarkovski; dos, el crítico no domina el contexto necesario para comprender plenamente la importancia alegórica de los superhéroes como un medio para lidiar con los grandes temas; tres, el crítico simplemente quiere hacerse el diferente al no aceptar el valor de Whedon y Marvel. El primer argumento se basa en que Whedon es un creador cuya capacidad para imprimir rasgos autorales a sus trabajos –personajes autoconscientes, humor, muertes sorpresivas de personajes dizque entrañables, diálogos ágiles- es suficiente para elevarlo a nivel de maestro, lo que sería ridículo en cualquier otro subgénero, pero en el de superhéroes, donde las películas dignas escasean, se espera que cualquier material que no sea un bodrio incoherente sea enaltecido como una obra maestra. Los otros dos argumentos desnudan una curiosa contradicción: pese a asumirse con orgullo como seres peculiares cuya ilustración pop les ha ayudado a sobrevivir del acoso de los bullies y la gente bonita, los nerds esperan que sus héroes culturales sean conquistadores absolutos ya no sólo de la taquilla y el mainstream, sino del reconocimiento crítico internacional. Quieren ser todo: alternativos y celebrados, ñoños y profundos, respetados y populares, conservadores y trasgresores, o, ya en el extremo, como lo demuestra los planos “nalgamericanos” de Scarlett Johansson en Los Vengadores (*), infantiloides y sexosos.

El misfit y el rey de la graduación, sin contratiempos y con el aplauso unánime de la clase.

Especial y superior

La peor contradicción del nerd 2012 estriba en la manera en que se ufana de ser ”especial” al tiempo que desprecia y exilia todo aquello que le es diferente. Su visión es limitada. Por ello la descalificación favorita es tildar al otro, al que no entiende, de “pretencioso”. Para el “fanboy” una experiencia alternativa es contemplar un filme que se sitúe en su universo conocido y que lo subvierta un poco, sólo lo suficiente como para poder clamar que esa remezcla es tan buena o mejor que el original. Algo como X-Men: First Class, Chronicle o Kick-Ass. De ahí, también, el éxito entre los “fanboys” del equipo Abrams/Lindelof o la saga Game of Thrones, en la que la sexploitation y una mínima dosis de ambigüedad les hace pensar que están ante una versión adulta de El Señor de los Anillos, y no una simplona telenovela de largo aliento.

Nada de esto tendría importancia si en paralelo florecieran nichos en los que se pudieran ver trabajos ajenos a la cultura nerd, donde, en términos de Olmi, se apreciara la vida que transcurre fuera de la contemplación frente a una pantalla. El punto es que gracias a las redes sociales, la cultura nerd se ha erigido como la voz dominante de Hollywood, y en consecuencia, de la industria mundial del entretenimiento.

Como apuntaba en mayo pasado el crítico Diego Lerer en su blog Micropsia, “the bullied has become the bully”. Los nerds/fanboys de hoy no son, como les gusta pensar, chicos sensibles y tolerantes, sino adultos obsesos que no dudan en apedrear todo aquello que no se acomode a su cosmovisión. Es hora de aceptarlo: las desmedidas buenas críticas recibidas por Los Vengadores sólo pueden explicarse en un contexto en que la viabilidad económica de los medios que las publican depende en mayor o menor medida de atraer a este nuevo target de adulto nerd, el cual goza de dos características con las que sueña todo mercadólogo: intensidad y alto poder adquisitivo. Es tiempo de ser menos complaciente y cuestionar seriamente esta nueva venganza de los nerds. A no ser, claro, que no se encuentre molesta la idea de que la Cineteca del futuro sea una tienda de comics con pantallas y cafetería.

*El término “plano nalgamericano” fue acuñado por el crítico Josué Corro.

marzo 26, 2012

Nuevas pantallas, nuevas historias (TV/1)

por Mauricio González Lara

¿Cómo entender los nuevos formatos de la TV estadounidense? 

La televisión estadounidense vive, qué duda cabe, el mejor momento de su historia. El éxito de The Wire, Los Soprano, Mad Men, Boardwalk Empire, entre otras, ha generado una efervescencia cultural sólo comparable a la explosión creativa que cineastas como John Cassavetes, Martin Scorsese, Francis Ford Coppola y Dennis Hopper provocaron en la industria fílmica durante la década de los 70. Como bien señala el filósofo y crítico cultural Slavoj Zizek,  el weltgeist  o el “espíritu del mundo” se ha mudado  del cine a las series televisivas.

Es una cuestión que rebasa la mera buena factura: en la televisión actual los modelos episódicos y unitarios del pasado conviven con formatos de amplio alcance ajenos a los lugares comunes y la clásica estructura interna exposición/desarrollo/clímax/desenlace. En opinión de Robert McKee, gurú del “guionismo” y autor del clásico Story: Substance, Structure, Style and The Principles of Screenwriting, estamos frente a una nueva clase de narrativa audiovisual donde la meta es lo exhaustivo, es decir, dramatizar todos los aspectos posibles de los personajes hasta agotar todas sus aristas de interés.  La clave para hacerlo, explica Mckee , es una larga ventana de tiempo:

“Hace un par de años,  en una de mis clases avanzadas para escritores, decidí analizar con mis alumnos al personaje de Tony Soprano. Empezamos por ver sus “dimensiones”. En términos narrativos, una “dimensión” es una contradicción en la naturaleza del personaje. Por ejemplo, Cary Grant en Charade interpreta a un “ladrón encantador”, lo que es una contradicción: los criminales casi siempre son repelentes, hostiles, poco simpático. Macbeth es una persona ambiciosa atormentada por la culpa, otra contradicción. Mientras más “dimensiones” posea un personaje más complejo es. Una vez que detectamos doce dimensiones en Tony Soprano paré el análisis. ¡Tony Soprano es más complejo que Hamlet! Una versión larga de Hamlet no puede durar más de cuatro horas; Los Soprano, en cambio, estuvieron al aire durante nueve años. Nunca habíamos conocido a un personaje de una manera tan completa y exhaustiva. Es un desafío nuevo y excitante: encontrar cada año nuevas “dimensiones” que enriquezcan a los personajes y sorprendan a la audiencia. Si yo estuviera en mis veintes y aspirara a escribir guiones, mi aspiración no sería trabajar en el cine, sino en la televisión.”

En los nuevos formatos no hay catarsis ni espectaculares vueltas de tuerca, pero sí la creación de universos de deslumbrante riqueza emotiva. El cliffhanger –ese mecanismo que colocaba a los personajes en una situación precaria al final de la emisión para mantener el interés del espectador hasta el siguiente capítulo- es casi un anacronismo. Cuando ya no se tiene más que decir sobre los personajes, las narrativas simplemente acaban. El polémico final de Los Soprano no es una broma anticlimática, como muchos despistados acusaron en su momento, sino una lógica conclusión a su planteamiento y estructura interna: la muerte es un simple salto a negro.

The Wire es un caso aún más extremo. Renegadamente lineal y adversa a la floritura (casi no hay banda sonora ni mayores despliegues visuales), ningún capítulo de The Wire funciona como una unidad en sí misma. La serie sólo cobra pleno sentido hasta que se ven sus cinco temporadas. Irónicamente, el goce de ver The Wire radica en su poca disposición para generarlo de manera inmediata. He ahí su disrupción.

Múltiples voces, un solo protagonista

El atractivo de la “nueva televisión” no se centra exclusivamente en el profundo desarrollo de personajes que ésta permite. Los Soprano, The Wire o Six Feet Under también reflejan el creciente apetito del público por  andamiajes de múltiples veredas narrativas y protagonistas. Si bien esa polifonía ha estado presente con relativa notoriedad en el cine desde mediados de los años 70 (recordemos Nashville, de Robert Altman), hoy goza de una tremenda energía en la televisión. De acuerdo con McKee, las historias sobre las vicisitudes que enfrenta una sola persona frente a la adversidad jamás desaparecerán. La razón: finalmente, nacemos y morimos solos. Las corrientes globalizadoras, sin embargo,  han provocado que grupos de diversas características, orígenes y contextos convivan en un solo espacio, muchas veces con terrible dificultad. El experimento más notorio de esta convivencia forzada es Estados Unidos.  Es lógico que la polifonía de las series televisivas  sea la opción preferida para reflexionar al respecto.

El protagonista central en estas estructuras no es un personaje, sino la sociedad y sus traumas: la saga del despacho de publicistas de Mad Men es la historia del sueño americano devenido en mentiras; The Wire es la representación del fracaso urbano de la posmodernidad y los absurdos de la guerra contra las drogas; Los Soprano es un retrato de la familia americana posmoderna y su insatisfacción existencial; Homeland es un espejo de la paranoia y los sentimientos encontrados de un pueblo frente a la amenaza terrorista; Boardwalk Empire y Deadwood describen los acuerdos criminales en los que se sustenta el nacimiento de una nación. Así se sitúe en las antípodas del espectáculo y sea  contada en clave intimista, toda serie dramática de calidad surgida en los últimos veinte años está marcada por un palmario deseo de  pertinencia y resonancia social. ¿Podría el Hollywood de este siglo presumir tal ambición? Nuevas circunstancias, nuevas pantallas.

+¿Deseas saber cuáles son las 30 series dramáticas claves en la historia de la televisión? Haz click aquí.

marzo 26, 2012

Series dramáticas, 30 referentes claves (TV/2)

por Mauricio González Lara

He aquí una selección de las que consideramos las series dramáticas más destacadas de la historia de la televisión. Como todas las listas, el ejercicio es injusto y controversial. Fans de CSI o House, prepárense para hacer corajes.

1 The Wire. Confesión: a estas alturas, la verdad, ya cansa tanto encomio para The Wire. De Mario Vargas Llosa a Slavoj Zizek, sin olvidar el aplauso de Jonathan Franzen y el mismísimo Barack Obama, prácticamente no hay ningún personaje de influencia en la aldea global que se resista a hacer pública su admiración por la serie creada por David Simon. Pero ni modo, discrepar sería estúpida necedad: el retrato más acabado de  los absurdos y contradicciones de la guerra contra el narco es, también, la mejor serie de todos los tiempos. Las cinco temporadas de The Wire constituyen una nueva manera de contar historias. La piedra de toque de la nueva televisión estadounidense. Todo un triunfo.

2 Los Soprano. Hipocresía, insatisfacción, hastío, mezquindad. La vida de Tony Soprano y sus dos familias, la sanguínea y la mafiosa, es triste y desoladora, y sin embargo, la contemplamos extasiados durante nueve años. ¿Qué más se puede apuntar ya de Los Soprano? Tan sólo reiterar nuestra profunda admiración por David Chase, que mantuvo íntegra y pura su visión desde los acezantes créditos iniciales hasta el incomprendido final. Ah, sí, otra cosa más: James Gandolfini, eres el actor protagónico más grande en la historia de la televisión y tu rostro merece estar en el Monte Rushmore.

3 Berlin Alexanderplatz. Sobre advertencia no hay engaño: Berlin Alexanderplatz, la adaptación de Rainer Werner Fassbinder de la novela de Alfred Doblin de 1929, es una experiencia demandante que requiere concentración y compromiso. El esfuerzo se paga con creces: esta crónica de una Alemania incapaz de escapar de la locura, la violencia y el fracaso, contiene la hora y media más delirante filmada por Fassbinder: un fantasmagórico epílogo en el que el protagonista Franz Biberkopf, padrote y ladrón de poca monta, deambula por las ruinas de su propio subconsciente. Transmitida por la televisión alemana en los 80, las 15 horas y media de Berlin Alexanderplatz ya están disponibles en DVD.

4 El Decálogo. Este trabajo del ya fallecido Krzysztof Kieslowsky está compuesto por diez cintas que abordan conflictos morales inspirados en los imperativos de la religión cristiana. Ambientada en un conjunto habitacional de Varsovia, El Decálogo contiene dos obras maestras: Decálogo Uno (amarás a Dios sobre todas las cosas) y Decálogo Seis (no cometerás adulterio), ambas historias sobre la fragilidad de nuestras creencias y la imposibilidad del amor. Si bien fue exhibida originalmente en la televisión polaca, el resto del mundo vio por primera vez las cintas de El Decálogo en circuitos de arte. De hecho, existen versiones extendidas de Decálogo Seis y Decálogo Cinco bajo los nombres de No Amarás y No Matarás.

5 La Dimensión Desconocida. Si los nietos del fallecido Rod Serling, demiurgo de La Dimensión Desconocida, pudieran cobrar por cada idea que le han robado a su abuelo, contarían con suficiente dinero para mantener en la opulencia a sus descendientes por toda la eternidad.  No existe una serie más imitada, punto. Episodios como Nightmare At 20,000 Feet, It’s a Good Life y The Lonely, por mencionar algunos, se encuentran entre lo mejor de la narrativa del siglo pasado. Evitar a toda costa la versión noventera de la serie con Forrest Whitaker como “anfitrión”.

6 Mad Men. El ascenso y segura caída de Don Draper es la historia del fin del sueño americano.  A lo largo de cuatro temporadas hemos visto la celebración de la ambigua ingenuidad sesentera, la muerte de Marilyn Monroe, el origen del significado de las marcas (como el caso de Kodak y su “Carrusel”),  la liberación sexual y el asesinato de John F. Kennedy. Faltan Woodstock, Vietnam y Nixon. No podemos esperar. Nota al margen: confiamos en que el apresurado final de la cuarta temporada sea un simple tropiezo y no el tono prevaleciente de la quinta.

7 El Escudo. La lealtad es la más desechable de las virtudes humanas. ¿Qué mejor prueba que  la trayectoria seguida por  el equipo de policías liderado por el corrupto Vic Mackey (Michael Chiklis) a lo largo de siete temporadas? Intenso e impredecible, El Escudo es un sólido policiaco de extraña complejidad moral que merece mucho más aprecio del que tiene. El final, además, es inspiradísimo: no podía haber peor destino para el carismático Mackey que el infierno “Godínez” de un cubículo.

8 Yo, Claudio. En términos estéticos, esta adaptación setentera de las novelas Yo, Claudio y Claudio, El Dios y su Esposa Mesalina, de Robert Graves, es simple teatro filmado. Con actores como Derek Jacobi, John Hurt, Sian Philips y Brian Blessed, la parquedad de la puesta en escena se agradece. Las secuencias entre Calígula (Hurt) y Claudio (Jacobi), así como la muerte de Augusto, son inolvidables. Cruel, decadente, y perversamente divertida, Yo, Claudio es  una masterclass de actuación. A años luz de esperpentos relamidos como Roma, Los Borgia o Los Tudor.

9 Deadwood. Deadwood es el mejor western que ha dado la televisión. Su propuesta: los viciosos capitalistas del decadente salvaje oeste son los verdaderos padres fundacionales de Estados Unidos. Los insultos escritos por David Milch son fuerza épica en los labios del portentoso Al Swearengen, interpretado con contemplativa brutalidad por Ian McShane. Es una lástima que sólo haya durado tres temporadas.

10 El Reino. A causa de la muerte de tres de sus actores claves, Lars von Trier ya no pudo continuar esta hilarante historia sobre un moderno hospital atormentado por fantasmas. Realizada con cámara en mano y en constante tono sepia, El Reino es una ácida burla a la tecnocracia danesa disfrazada de serie de terror. Momento de gloria: Udo Kier –sí, Udo Kier- como el bebé más perturbador que se haya visto desde la criatura de Eraserhead. El innecesario remake estadounidense fue escrito por Stephen King.

11 Los Expedientes Secretos X. Aunque su discurso “new age” –“I want to believe”- resultaba ocasionalmente molesto, lo cierto es que esta serie creada por Chris Carter era más adictiva que el crack. Por un momento en los 90, no empobrece admitirlo, todos fuimos expertos en teorías alienígenas de la conspiración. Los placeres de Los Expedientes Secretos X aún siguen vigentes, incluido el crush por la escéptica Scully (Gillian Anderson, ¿dónde demonios estás?).

12 Twin Peaks. ¿Cómo olvidar al engañosamente angelical cadáver de Laura Palmer envuelto en plástico?  La poesía oscura de esta “telenovela” creada por David Lynch y Mark Foster era todo un oasis de subversión en el que momentos cómicos y bizarros se alternaban con imágenes de inquietante belleza.  ¿Qué habrá sido de Dale Cooper? ¿Aún seguirá poseído por “Bob”?

13 Battlestar Galactica. Una prueba de las posibilidades de la nueva televisión estadounidense. La original Battlestar Galactica se reducía a un infantil combate entre humanos y robots con ridículos efectos especiales; esta “reimaginación”, por otro lado, es una adulta alegoría sobre la lucha actual entre civilizaciones divididas por sus cosmovisiones religiosas.  El capítulo que utiliza a All along the watchtower como detonador narrativo es una locura.

14 Boss. Este retrato del poder y sus pecados escrito por Farhad Safinia y producido por Gus Van Sant se pasea entre la tragedia shakespeareana y el “pulp” más truculento. Kelsey Grammer interpreta el papel de su vida como un enfermo y durísimo alcalde dispuesto a hacer cualquier cosa para mantenerse en el cargo. Van Sant, quien también dirige el piloto, fija una inusual cámara de detalles (gestos, ojos, labios) que se respeta a lo largo de todos los episodios.

15 Boardwalk Empire. Esta crónica  de los años de gloria de Nucky Thompson y su imperio del vicio, la Atlantic City de los años de la prohibición, no está libre de críticas. La queja recurrente: Steve Buscemi está “miscast” como Nucky, un rol que en teoría demanda una personalidad más amenazante que la de un buen actor de reparto. Puede ser, pero las luces de las primeras dos temporadas de la serie obnubilan casi por completo sus defectos. Plus: pocas cosas más deslumbrantes que el desbordante piloto dirigido por Martin Scorsese.

16 Mildred Pierce. Con esta miniserie basada en la novela de James M. Cain, Todd Haynes, director de Velvet Goldmine y Safe, logra su mejor trabajo. No lucía fácil, sobre todo porque la novela ya había sido adaptada al cine con éxito en 1945 por Michael Curtiz con Joan Crawford en el rol principal (por el que ganó un Oscar). Con inteligencia, Haynes se aleja del clásico cinematográfico, aprovecha la duración larga del formato televisivo y se concentra en trasladar fielmente el punzante diálogo de Cain. Kate Winslet consigue una interpretación trágica distinta a la de Crawford.

17 Breaking Bad. La metamorfosis de Walter White en zar de la droga está casi completa. Del hombrecillo que daba clases de química casi no queda nada; hoy White es un monstruo cuya bondad sólo está en su mente. Las cuatro temporadas que hasta ahora lleva Breaking Bad distan de ser perfectas: las impresionantes actuaciones de Brian Cranston y Aaron Paul no siempre pueden ocultar las concesiones de la serie (la recesión del cáncer de White, las resoluciones inverosímiles) ni sus clichés (¡los acentos pochos de esos narcos!). No importa: seguiremos la saga hasta el final.

18 Six Feet Under. Quizá las últimas temporadas perdieron foco y se engolosinaron con sus rarezas, pero en sus mejores momentos, Six Feet Under era una sentida meditación sobre la vida y la muerte contada en clave de humor negro. Plus: las solas aperturas de cada capítulo, en las que contemplábamos las infinitamente estúpidas formas en que morimos, le garantizan un lugar en esta lista.

19 Prime Suspect.  Antes de interpretar a la reina de Inglaterra y a espías en decadencia, Helen Mirren personífico a Jane Tennison, la “borrachales” e inestable detective de Scotland Yard encargada de la sección de homicidios. El triunfo de la serie es que Mirren enfrenta todas las problemáticas implícitas en ser una mujer policía sin jugar el rol de víctima.  El remake estadounidense con María Bello se queda corto ante la aspereza del original.

20 En Terapia. De acuerdo: la manera en que el sicólogo interpretado por Gabriel Byrne termina relacionándose sexualmente con sus pacientes raya en lo implausible, y sí, algunos episodios son aburridos y lacrimógenos. Pero nobleza obliga: las sesiones con Blair Underwood, John Mahoney e Irrfan Khan son bombas de tiempo ejecutadas a la perfección. El formato corto, además, es ideal para disfrutarse entre semana.

21 Columbo. No se necesita ser disruptivo cuando se le da a un actor de alto nivel la libertad para crear un personaje icónico; sólo basta con dotar a la fórmula que se elija de integridad y solvencia narrativa. House tenía al personaje y al actor, pero careció de la integridad suficiente para saber cuándo parar. Bien pudo haber aprendido algo de Columbo, un detective tan entrañable que Wim Wenders no dudó en reclutar a Peter Falk para interpretarse a sí mismo como solidario ángel en Las Alas del Deseo.

22 Homeland. Un 24 para gente pensante. Damian Lewis proyecta una empática vulnerabilidad como el héroe de guerra que en cualquier momento podría revelarse como un terrorista de altos vuelos, y Claire Danes está muy vistosa en su creciente bipolaridad (sobre todo en los episodios que cierran la primera temporada). El desafío para Homeland: entregar una segunda temporada sin perder inteligencia.

23 Luz de Luna. De Los Simpson a Community, las metareferencias  y la ruptura de “la cuarta pared” son moneda común en la televisión estadounidense. Todo se lo debemos a este innovador “dramedy” creado por Glenn Gordon Caron y protagonizado por Cybill Sheperd y Bruce Willis, que pasó de ser una serie de detectives a un ejercicio de delirio posmoderno: en el último capítulo la acción es interrumpida por trabajadores de la ABC contratados para desmantelar el set.

24 Friday Night Lights. La vida de una pequeña población de Texas se conforma de expectativas rotas y fracasos, pero también de sueños y pequeñas victorias. El epicentro de todas esas emociones: los partidos de futbol americano del equipo del pueblo, The Dillon Panthers. Un melodrama sencillo tan honesto como contundente.  Hasta Bret Easton Ellis, autor de American Psycho, se declara fan de sus “buenos sentimientos”.

25 El Hombre Increíble. La peluca del Hulk de Lou Ferrigno siempre nos dio risa, no obstante, había algo genuinamente triste en Bill Bixby como el errante y solitario David Banner. El nombre de la pieza para piano que cerraba todos los capítulos lo dice todo: “The lonely man”.

26 Miami Vice. Más allá de lo ridículos diálogos y las poses de comerciales de perfume de Don Johnson, esta serie de Michael Mann contribuyó a definir una estética “neón” de la que aún maman varias dizque vanguardias. Botón de muestra: Drive, de Nicolas Winding Refn.

27 La Ley y el Orden. Sólo basta ver un programa de La Ley y el Orden para saber cómo van a ser todos los demás. Irónicamente, ese aparente defecto, su restringido formato doble (policías/fiscales),  es su principal virtud: hay una innegable constancia que hace que cada capítulo sea casi imposible de abandonar una vez que se comienza a ver. Quizá no se recuerde nada de lo visto tres horas después, pero vaya, no todo tiene que ser una experiencia religiosa.

28 El Precio del Deber (Hill Street Blues). Numerosos personajes, textura documental, tracking shots yuxtapuestos,  vulnerabilidad, fracasos, antiglamour. Este serial policiaco introdujo una serie de innovaciones en la década de los 80 sin las cuales sería imposible explicarse la televisión actual.

29 La Unidad. A primera vista, La Unidad luce como un ejercicio propagandístico orientado a estimular el apoyo a las fuerzas armadas estadounidenses. Error. La serie creada por David Mamet es un estudio de la vida familiar de los soldados de élite que muestra el desdén con el que son tratados por la clase política dominante de Washington.

30 Sherlock. Holmes y Watson reimaginados en tiempos actuales. Producida por la BBC, infinitamente más interesante, efectiva y fiel al espíritu de Arthur Conan Doyle que las cintas de Guy Ritchie. La primera temporada se consigue ya en varias tiendas.

+Nuevas historias, nuevas pantallas.

+Las series más decepcionantes de la televisión, «acá».

marzo 21, 2012

La diva de la generación American Idol

por Mauricio González Lara

¿Cómo explicar el descomunal éxito de Adele? Una tesis: su historia e imagen empatan a la perfección con las de un reality show.

En 2006, Chris Anderson, editor de la revista Wired, publicó The Long Tail: Why the Future of Business is Selling Less of More. En el libro, Anderson explicaba que el “mainstream” era una noción casi anacrónica, ya que la consolidación de Internet había redundado en una sofisticada segmentación de los mercados. De hecho, durante una conferencia que dio en México hace algunos años, aseguraba con excesiva confianza que nunca se volverían a ver éxitos discográficos como Thriller, de Michael Jackson, que ha vendido de 1982 a la fecha más de 110 millones de copias.

Personajes como Jackson eran producto de una cultura popular concentrada en medios como la televisión y distribuida a través de una política tradicional de inventarios; con Internet, sentenciaba Anderson, el futuro radicaba en vender más productos pero en menos cantidades y durante periodos más amplios (en tener  “la cola larga”, pues). El futuro de la industria del entretenimiento radicaba en apostarle a un universo compuesto mercadotécnicamente en numerosas tribus, y no en bloques homogéneos.

¿Qué pensará ahora Anderson cada vez que entra a un centro comercial y escucha por enésima vez Rolling in The deep, Someone Like You u otro de los sencillos emblemáticos de Adele, la cantante británica de 23 años que se ha convertido en la sensación pop más grande del siglo?

A poco más de un año de su lanzamiento, Adele lleva más de 15 millones de copias vendidas de 21, su segundo álbum. 21 sigue en el top 5 de una buen parte de los países del mundo, no muestra signos de debilidad y es muy probable que se corone como uno de los discos más vendidos de la historia. ¿El fin del “mainstream”? Difícilmente.

Anatomía de un culebrón

¿Cómo explicar el éxito descomunal de Adele? La inglesa no carece de facultades artísticas. No cualquiera puede ejecutar tan bien un culebrón como Someone like you sin dominar, así sea de manera subconsciente, ciertos resortes en la interpretación. En “Anatomy of a tearjerker”, artículo publicado por The Wall Street Journal el pasado 11 de febrero, el sicólogo Martin Ghun desmenuza la dinámica:

“Todo es cuestión de “apoggiatura”: una especie de nota ornamental que choca con la melodía de tal manera en que genera un sonido disonante que produce tensión en el escucha. Adele hace eso en Someone Like You. La canción comienza con un patrón suave y repetitivo. La letra fija un ambiente de pérdida (“… he escuchado que encontraste una chica y te casaste”). Cuando entra el coro, Adele sube una octava, aumenta el volumen, y la canción se libera de su orden establecido. Nuestro sistema nervioso se pone en alerta y el corazón se acelera. Dependiendo del contexto, interpretamos la reacción como positiva o negativa, como feliz o triste. Cuando hay varias “appogiaturas” en una sola melodía, se crean ciclos de fuerza y relajación que pueden mover a ciertas personas a las lágrimas.”

Si bien su voz no es superior a la de cualquier corista profesional, Adele sabe cómo componer e interpretar canciones cursis y universales con inspiración y gracia. Aunque resulta insuficiente para explicar el fenómeno en su totalidad, tal mérito nadie se lo regatea.

Reality killed the pop star

Realities como La Voz y X-Factor han vendido la falsa idea de que cualquiera puede ser un ídolo si cuenta con una buena voz y logra colocarse en el lugar y tiempo correctos. Llenita, pedestre, y sin mayor pretensión, Adele es la heroína ideal de aquellos que creen que lo único que se necesita para acceder al templo de la celebridad es voluntad y sentimiento.

La historia es elemental pero efectiva: Adele es una gordita común y corriente a la que le rompieron el corazón. Seguramente el exnovio al que le canta en Someone Like You se casó con una mujer más delgada y sofisticada. La vida apesta para Adele, pero sólo de manera momentánea, pues de ese dolor plasmado en canciones surge algo increíble: el éxito global. La mejor venganza de Adele es que los chicos que la despreciaron la vean ahora como renacida Ave Fénix, solar y famosa, humilde pero consciente de su alta estatura en el mundo del espectáculo.

El discurso del “underdog” –el débil que termina alzándose con la victoria- no es nuevo. Lady Gaga, por ejemplo,  se presenta constantemente como una chica que se tornó en artista a causa de las burlas de los chicos que la consideraban una “freak” en la escuela. Amén de la veracidad de sus motivos, todo en Lady Gaga es calculado; sólo basta ver uno de sus videos para certificar que es un producto de numerosas horas de planeación y entrenamiento. Nadie duda que Lady Gaga sería capaz de descuartizar a alguien si esto le garantizara mantenerse en la cima. La historia de Adele, en cambio, es un guión perfecto para La Academia. Todo luce “natural” y “auténtico”, noble, sin malicia, casi involuntario.

Si Adele puede, ¿por qué nosotros no? No en vano Youtube está repleto de engendros como Los Vázquez Sounds y demás infamias deseosas del estrellato instantáneo. Un dato que refuerza la tesis del reality: Adele casi no otorga conciertos. Una de las reglas no escritas de la industria musical es que no puedes volverte popular en Estados Unidos sin realizar una extenuante gira por todos los rincones de ese país. En contraposición a esta creencia, Adele nunca acepta propuestas para presentarse en festivales y ha cancelado dos tours por Norteamérica: uno en el 2008, a causa de que deseaba pasar más tiempo con su novio, y otro en 2011 por problemas en su garganta. Quizá sea por eso que cada actuación en vivo se anuncie como un gran evento, como si se tratara de un enorme acontecimiento televisivo. Los Brit Awards, los MTV Video Music Awards, los Grammys, en fin, el único lugar donde se puede apreciar a Adele es en programas de televisión con altos registros de audiencia. Es un contrato de beneficio mutuo: al convertirse en los “Shows de Adele”, las entregas de premios generan una atención que no hubieran alcanzado sin la cantante, a la que presentan como un ídolo emanado del pueblo.

Bajo esas coordenadas, no es exagerado afirmar que Adele es la diva perfecta para la generación de American Idol. Reality killed the pop star.

*Este texto aparecerá en un formato distinto en la revista Deep del mes de abril.

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