Nuevas pantallas, nuevas historias (TV/1)

por Mauricio González Lara

¿Cómo entender los nuevos formatos de la TV estadounidense? 

La televisión estadounidense vive, qué duda cabe, el mejor momento de su historia. El éxito de The Wire, Los Soprano, Mad Men, Boardwalk Empire, entre otras, ha generado una efervescencia cultural sólo comparable a la explosión creativa que cineastas como John Cassavetes, Martin Scorsese, Francis Ford Coppola y Dennis Hopper provocaron en la industria fílmica durante la década de los 70. Como bien señala el filósofo y crítico cultural Slavoj Zizek,  el weltgeist  o el “espíritu del mundo” se ha mudado  del cine a las series televisivas.

Es una cuestión que rebasa la mera buena factura: en la televisión actual los modelos episódicos y unitarios del pasado conviven con formatos de amplio alcance ajenos a los lugares comunes y la clásica estructura interna exposición/desarrollo/clímax/desenlace. En opinión de Robert McKee, gurú del “guionismo” y autor del clásico Story: Substance, Structure, Style and The Principles of Screenwriting, estamos frente a una nueva clase de narrativa audiovisual donde la meta es lo exhaustivo, es decir, dramatizar todos los aspectos posibles de los personajes hasta agotar todas sus aristas de interés.  La clave para hacerlo, explica Mckee , es una larga ventana de tiempo:

“Hace un par de años,  en una de mis clases avanzadas para escritores, decidí analizar con mis alumnos al personaje de Tony Soprano. Empezamos por ver sus “dimensiones”. En términos narrativos, una “dimensión” es una contradicción en la naturaleza del personaje. Por ejemplo, Cary Grant en Charade interpreta a un “ladrón encantador”, lo que es una contradicción: los criminales casi siempre son repelentes, hostiles, poco simpático. Macbeth es una persona ambiciosa atormentada por la culpa, otra contradicción. Mientras más “dimensiones” posea un personaje más complejo es. Una vez que detectamos doce dimensiones en Tony Soprano paré el análisis. ¡Tony Soprano es más complejo que Hamlet! Una versión larga de Hamlet no puede durar más de cuatro horas; Los Soprano, en cambio, estuvieron al aire durante nueve años. Nunca habíamos conocido a un personaje de una manera tan completa y exhaustiva. Es un desafío nuevo y excitante: encontrar cada año nuevas “dimensiones” que enriquezcan a los personajes y sorprendan a la audiencia. Si yo estuviera en mis veintes y aspirara a escribir guiones, mi aspiración no sería trabajar en el cine, sino en la televisión.”

En los nuevos formatos no hay catarsis ni espectaculares vueltas de tuerca, pero sí la creación de universos de deslumbrante riqueza emotiva. El cliffhanger –ese mecanismo que colocaba a los personajes en una situación precaria al final de la emisión para mantener el interés del espectador hasta el siguiente capítulo- es casi un anacronismo. Cuando ya no se tiene más que decir sobre los personajes, las narrativas simplemente acaban. El polémico final de Los Soprano no es una broma anticlimática, como muchos despistados acusaron en su momento, sino una lógica conclusión a su planteamiento y estructura interna: la muerte es un simple salto a negro.

The Wire es un caso aún más extremo. Renegadamente lineal y adversa a la floritura (casi no hay banda sonora ni mayores despliegues visuales), ningún capítulo de The Wire funciona como una unidad en sí misma. La serie sólo cobra pleno sentido hasta que se ven sus cinco temporadas. Irónicamente, el goce de ver The Wire radica en su poca disposición para generarlo de manera inmediata. He ahí su disrupción.

Múltiples voces, un solo protagonista

El atractivo de la “nueva televisión” no se centra exclusivamente en el profundo desarrollo de personajes que ésta permite. Los Soprano, The Wire o Six Feet Under también reflejan el creciente apetito del público por  andamiajes de múltiples veredas narrativas y protagonistas. Si bien esa polifonía ha estado presente con relativa notoriedad en el cine desde mediados de los años 70 (recordemos Nashville, de Robert Altman), hoy goza de una tremenda energía en la televisión. De acuerdo con McKee, las historias sobre las vicisitudes que enfrenta una sola persona frente a la adversidad jamás desaparecerán. La razón: finalmente, nacemos y morimos solos. Las corrientes globalizadoras, sin embargo,  han provocado que grupos de diversas características, orígenes y contextos convivan en un solo espacio, muchas veces con terrible dificultad. El experimento más notorio de esta convivencia forzada es Estados Unidos.  Es lógico que la polifonía de las series televisivas  sea la opción preferida para reflexionar al respecto.

El protagonista central en estas estructuras no es un personaje, sino la sociedad y sus traumas: la saga del despacho de publicistas de Mad Men es la historia del sueño americano devenido en mentiras; The Wire es la representación del fracaso urbano de la posmodernidad y los absurdos de la guerra contra las drogas; Los Soprano es un retrato de la familia americana posmoderna y su insatisfacción existencial; Homeland es un espejo de la paranoia y los sentimientos encontrados de un pueblo frente a la amenaza terrorista; Boardwalk Empire y Deadwood describen los acuerdos criminales en los que se sustenta el nacimiento de una nación. Así se sitúe en las antípodas del espectáculo y sea  contada en clave intimista, toda serie dramática de calidad surgida en los últimos veinte años está marcada por un palmario deseo de  pertinencia y resonancia social. ¿Podría el Hollywood de este siglo presumir tal ambición? Nuevas circunstancias, nuevas pantallas.

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