El cine después del cine

por Mauricio González Lara

+Texto publicado originalmente en Blog de Crítica en 2016.

Dime algo. ¿Te gusta el cine? ¿Realmente te gusta? ¿Cuándo fue la última vez que fuiste a una sala? ¿Cuál fue la última cinta que significó algo para ti? No sé, quizá simplemente ya no sea lo mío”.– Tara en The Canyons (Paul Schrader, 2013)

Empecemos como se debe: con una película.

El congreso (The Congress, 2013), cinta francoisraelí dirigida por Ari Folman, cuenta la historia de Robin Wright (interpretada por la misma Robin Wright, en uno de los múltiples lances de metaficción que caracterizan la pieza), una actriz de Hollywood famosa por su renuencia a someterse a las condiciones de contratación dictadas por los estudios, actitud que le ha generado fama de “inestable” y “difícil”. Pese a no contar con éxitos de taquilla, Wright ha logrado mantener reconocimiento y popularidad a lo largo de su carrera, pero el tiempo es su enemigo: cercana a los 50 años, vive temerosa de perder su atractivo juvenil y, en consecuencia, su estatus como celebridad. Bajo ese contexto, Miramount Studios (acrónimo de Miramax y Paramount Studios) le realiza una oferta imposible de rechazar: un contrato para usar su imagen como avatar digital en películas generadas por computadora. Además de un pago millonario, Robin recibe la certeza de que su “Imagen Generada por Computadora” (CGI, por sus siglas en inglés) se mantendrá joven y hermosa en todas las narrativas en las que aparezca. A cambio, Wright se compromete a “desaparecer” de Hollywood y abrirle paso a una nueva realidad donde las cintas ya no serán registradas de manera fotográfica, sino originadas digitalmente.

Dos décadas después, tras vencer el contrato, Robin ingresará a una dimensión animada –una versión sicotrópica de Toontown, la ciudad reflejo de Hollywoodland de ¿Quién engañó a Roger Rabbit? (Zemeckis, 88)– a la que el planeta ha escapado tras la decadencia del mundo factual.

El congreso aborda abiertamente la crisis existencial del cine en el siglo xxi, donde la veracidad ya no radica, como lo señalara el crítico francés André Bazin en la obra compilatoria ¿Qué es el cine? (1958-1963), en “la capacidad objetiva para recrear al mundo a su propia imagen”, sino en imaginar universos que sirvan como alternativas y existan independientemente de la realidad original. Folman, desde luego, no es el único obsesionado por el tema: de cineastas como Leos Carax (Holy Motors) a críticos como J. Hoberman (i), sin obviar a artesanos como el fotógrafo Christopher Doyle, una multiplicidad de voces se cuestiona si la cinematografía como la conocemos vive sus últimos estertores.

thecongress

El punto de partida es evidente: el perfeccionamiento de la tecnología digital ha comenzado a desplazar a la fotografía –y a la realidad que le daba origen– como medio narrativo, por lo que en cuestión de algunos años la historia del cine bien podría convertirse en un capítulo más de la historia de la animación. Más aún, las exigencias monetarias de la industria han establecido un modelo de negocio que prefiere la onerosa espectacularidad digital del blockbuster por encima de la cinematografía tradicional, dinámica que ha dotado de racionalidad a las predicciones más catastrofistas.

La intención de este texto es reflexionar sobre estos puntos, a la vez que realiza el ejercicio obligado de preguntar: ¿habrá cine después del cine?

El cine posfotográfico

El cine, en palabras de Bazin, es “el arte de la realidad”, pues conjuga fotografía y temporalidad. Lo real precede, la fotografía lo revela, por lo que las virtudes estéticas de la fotografía residen en la revelación de lo real; el montaje, por otro lado, es la alteración temporal, la manipulación del tiempo. En la lógica baziniana, por más que la imagen sea borrosa, deformada, descolorida, sin valor documental, procede, por su génesis, de la realidad que se busca representar (a esto se le conoce como la “ontología del modelo”: la imagen alterada es producto de sí misma).

En Despertando a la vida (Waking Life, 2001), cinta realizada en video digital bajo la técnica de la rotoscopía (donde se superponen imágenes “reales” de los actores con animaciones que se aproximan a los sujetos y objetos capturados), el director Richard Linklater expone esta idea con ánimo ensayístico. Como menciona uno de los personajes de Linklater, para Bazin, de religión cristiana, la realidad es sinónimo de lo divino.  La misión del cine fotográfico, entonces, consiste en capturar el “momento sagrado”, es decir,  el instante en que la realidad se revela como verdad absoluta.

Bazin imaginó el cine como “la recreación objetiva del mundo”. Sin embargo, la imagen digital excluye la necesidad de éste o de una génesis que presuponga la existencia de un objeto frente a la cámara. Es más, ni siquiera requiere de la existencia de la cámara. La gloria consistente en capturar el “momento sagrado”, nos dicen los puristas, no existe en el terreno digital, donde el concepto de “captura” es ambiguo, y en algunos casos, inexistente.

La maleabilidad posfotográfica de la imagen ha avanzado en paralelo con un cambio sustancial en nuestros hábitos de consumo audiovisual. La audiencia ya no busca grandeza cinematográfica en las salas de exhibición, sino en los plasmas de alta definición y las pequeñas pantallas de computadoras, tabletas y teléfonos inteligentes. La idea misma de la cinefilia se antoja anacrónica. En La decadencia del cine, ensayo de 1996, Susan Sontag escribe: “Nací de la convicción que el cine es un arte diferente a cualquier otro: moderno, accesible, poético, misterioso, erótico y moral –todo a un solo tiempo. El cine era una religión, tenía apóstoles, cruzados. Era el libro del arte y el libro de la vida. El cine, considerado como el arte del siglo xx, hoy es una expresión decadente”.

De hecho, el mejor cine, nos dicen los árbitros culturales desde hace ya más de dos décadas, ya no está en las salas, sino en lo que solíamos denominar como “televisión”.  ¿Pero puede la televisión compararse con la grandeza cinematográfica?

Sensación oceánica

Casi todos tenemos una película favorita que revisitamos una y otra vez a lo largo de nuestras vidas. ¿Por qué obtenemos placer al repetir la experiencia? ¿Acaso no sabemos el significado de Rosebud en Ciudadano Kane, el rumbo trágico que seguirá Giulietta Masina en Las noches de Cabiria, el parentesco de Darth Vader con Luke Skywalker, la muerte del “Torito” en Nosotros los pobres, la irrupción asesina en el baño de Psicosis o que Bogart no abordará el avión al final de Casablanca? La respuesta, evidentemente, es que el cine rebasa la exposición narrativa para aspirar a lo que, sin pensar necesariamente en la grandeza cinematográfica, Romain Rolland, premio Nobel de literatura 1915, describía como el “sentimiento oceánico”; un fenómeno donde el “yo” se evapora y se une en armonía con el “todo” (“como la gota con el océano”); un estado de enajenación donde las fronteras se desvanecen y la persona experimenta una revelación de dimensiones cósmicas.

La crítica fílmica ha vinculado tradicionalmente el cine con el “sentimiento oceánico”. En sus momentos cumbre, nos han dicho críticos que van de la exuberancia de Pauline Kael al rigor de David Bordwell, la experiencia fílmica transmite la sensación de estar expuesto a diversas expresiones artísticas a un solo tiempo, lo que produce una epifanía similar a la descrita por Rolland. Esta belleza –“la gran belleza”, diría el director Paolo Sorrentino– no radica en la historia que se expone, sino en cómo se cuenta. Espacio, textura y  flujo. ¿Cómo, cuándo y dónde enseñas qué? En términos técnicos, eso se traduce en paletas cromáticas, en qué tan amplias deben ser las tomas, en la naturaleza de los acercamientos, etcétera. El cine que aspira a ser epifanía está supeditado al espacio y tiempo, inmerso en cómo las imágenes y ritmos se relacionan con diversos sonidos y silencios. Para desarrollar esta ambición, el cine requiere una unidad de mando que imprima idiosincrasia y estilo a la historia relatada, en síntesis, de una visión autoral que trascienda el texto que la inspira.

Acuñada como la politique des auteurs por la publicación francesa Cahiers du Cinéma a mediados del siglo pasado, la “teoría del autor” se usa para analizar a cineastas cuya consistencia los identifica como los responsables últimos de sus películas. Dada la naturaleza colectiva de la creación fílmica, pocos conceptos han sido tan polémicos en la historia del cine. Uno de los argumentos en contra es que el director no es forzosamente la voz más distintiva del proceso creativo. Hay actores cuya filmografía bien podría ser analizada desde “la teoría del autor”, dado que introducen temas y subtextos comunes en cada uno de los roles que interpretan, al punto en que el histrión mismo usurpa al personaje. Lo mismo podría decirse de algunos maestros de la fotografía, cuyas composiciones, no pocas veces, desbordan el talento de los directores con los que trabajan.

A diferencia del cine, el enfoque autoral en las series de televisión casi siempre recae en el creador, quien generalmente funge como escritor en jefe y “showrunner”. No es casualidad que en Estados Unidos los escritores fueran los entusiastas más intensos de la mal llamada “era dorada de la televisión”([ii]) , periodo que hipotéticamente abarca del surgimiento de Los Soprano en los noventa al final de Mad Men en 2015, y que se caracteriza por la predominancia de un formato ajeno a la clásica estructura interna (exposición/desarrollo/desenlace) diseñado para dramatizar todos los aspectos posibles de los personajes durante varios años. En opinión de Robert McKee, gurú del “guionismo” y autor de Story: Substance, Structure, Style and The Principles of Screenwriting, esta supuesta “era dorada” implica una nueva clase de narrativa audiovisual donde la meta es lo exhaustivo. La clave para hacerlo, explicaba McKee en 2011, es una larga ventana de tiempo:

“En mis clases avanzadas analizo el personaje de Tony Soprano. Empezamos por ver sus “dimensiones”. En términos narrativos, una “dimensión” es una contradicción en la naturaleza del personaje. Por ejemplo, Cary Grant en Charade interpreta a un “ladrón encantador”, lo que es una contradicción: los criminales casi siempre son repelentes, hostiles, poco simpáticos. Otro ejemplo: Macbeth es una persona ambiciosa, pero atormentada por la culpa, otra contradicción. Mientras más “dimensiones” exponga un personaje, más complejo es. Una vez que detectamos más de doce dimensiones en Tony Soprano paré el análisis. La complejidad de Tony Soprano va más allá de la dramaturgia tradicional. Una obra de teatro no puede durar más de cuatro horas; Los Soprano, en cambio, estuvieron al aire nueve años. Es un desafío excitante: encontrar cada año nuevas “dimensiones” que enriquezcan a los personajes y sorprendan a la audiencia. Si yo estuviera en mis veinte y aspirara a escribir guiones, mi aspiración no sería trabajar en el cine, sino en la televisión”.

Cine vs. televisión

No son pocos los que han seguido el consejo de McKee. En agosto de 2015, John Landgraff, CEO de FX, cadena por la que se transmite The Americans, declaró que la época de la denominada “edad de oro” había quedado atrás y hoy la televisión vivía una época cumbre (Peak TV) donde la oferta de narrativas de calidad estaba a punto de alcanzar la saturación. Según el ejecutivo, si adicionamos la producción de las cadenas tradicionales junto a los contenidos originales generados por jugadores emergentes como Netflix y Amazon, “simplemente habrá demasiada buena televisión”.

Frente a esta efervescencia, resulta natural que un tema recurrente del debate cultural de Estados Unidos sea la migración de talento de la industria cinematográfica a la producción televisiva. “¡La televisión es mejor que el cine!”, exclaman los más optimistas. No todos coinciden. Durante las dos temporadas de su podcast sobre cultura pop, Bret Easton Ellis, autor de las novelas Psicosis Americana y Lunar Park, se ha pronunciado en contra de la supuesta superioridad de las narrativas televisivas. Su argumento, precisamente, es la carencia de autoría estética. En la opinión de  Ellis ([iii]) la televisión es aún incapaz de generar una estética abrumadora que pueda describirse como una experiencia “oceánica”: si bien la mayoría de las series televisivas estadounidenses “son realizadas bajo lineamientos de identidad que permitan la construcción de un universo visual específico, lo cierto es que el director actúa más como un gerente de manufactura que como un esteta en control del producto”. Ellis reconoce que las series televisivas más notables desdoblan una autoría aún más completa que la ejercida por un director en una película, pero rara vez derivan en la sublimación sensorial que se experimenta cuando se ve un trabajo mayor en una sala ([iv]). La idea, finalmente, es centrarse en cuestiones como exposición e historia, y no tanto en imagen y atmósfera.

Es algo superior al tamaño de la pantalla. El hecho de que una serie tienda a ser dirigida por varios individuos a lo largo de su existencia ha reafirmado la idea de que el director en televisión sea, en palabras del cineasta David Cronenberg, un “controlador de tráfico” a las órdenes del showrunner ([v]).  La apreciación es maniquea, no sólo porque varios realizadores son capaces de imprimir su sello en trabajos donde no fungen como el principal tomador de decisiones (véase el trabajo de Tim Van Patten y Allen Coulter en Los Soprano y Boardwalk Empire, por ejemplo),  sino debido a que cada vez es más común encontrar directores que asumen el control estético de su obra televisiva, sea a partir de sus propios guiones y personalidad mediática (Louis C.K. en Louie y Horace and Pete), como líderes en miniseries o temporadas completas de anthology series (Cary Joji Fukunaga en True Detective), o como continuación de las obsesiones que caracterizan su obra fílmica (Jane Campion en Top of the Lake).

El formato televisivo puede emancipar al director. El ejemplo más extremo de esta dinámica es el trabajo de Steven Soderbergh en The Knick, donde se desempeña como titular de fotografía (bajo el seudónimo de Peter Andrews), operador de cámara, editor (bajo el alias de Mary Ann Bernard), y, desde luego, director. En On The Knick Set With Steven Soderbergh, Binge Director, Matt Zoller Seitz ([vi]) relata que contemplar a Soderbergh dirigir The Knick equivale a ser testigo de un despliegue atlético de alto nivel. Cámara en mano, se cuelga de andamios, monta los hombros de uno de sus colaboradores mientras es jalado por dollies, camina, trota, corre, salta y hace lo que sea necesario para concretar lo que visualiza en su mente. “Es un bailarín que disfruta estar cerca de la acción, operando directamente la cámara, en lugar de estar sentado a 50 metros de la escena viendo todo a través de un monitor”.

the-knick

El resultado es espectacular: las vicisitudes de los personajes que circulan por The Knickerboxer, el hospital de principios del siglo xx que le da nombre al programa, son de una relevancia secundaria frente a la maestría de Soderbergh, quien ejecuta las piezas de diálogo más rutinarias de la maneras más imaginativas posibles (texturas crispadas, fragmentación, iluminación kubrickiana, planos secuencia peleados con el espíritu fantoche con el que actualmente se usa el recurso en Hollywood, y una cámara en constante conversación con los destinos posibles en los que se puede desdoblar la secuencia). No hay director más inquieto que Soderbergh ([vii]). En This is All We are, episodio que cierra la segunda temporada, un personaje realiza una confesión “sorprendente” en una iglesia. Cualquier otro director habría filmado en close up el rostro del actor;  Soderbergh, en cambio, nos hace escucharlo en off mientras muestra el interior de la iglesia desde varios ángulos. La secuencia que define la serie se encuentra en el primer capítulo, cuando Clive Owen, alter ego del realizador, se inyecta cocaína tras decirle al conductor que no tome el camino fácil para llevarlo a su destino. Con su ominoso soundtrack electrónico y delirante inventiva, The Knick es un rush narcótico que en sus momentos más intensos ofrece una “sensación oceánica” similar a la que brinda cualquier obra maestra fílmica. Y no se requiere verla en un cine para dar cuenta de ello.

Apocalipsis y blockbusters

El futuro de la exhibición cinematográfica luce incierto. Algunos vaticinan escenarios apocalípticos.

En julio de 2013, en el marco de un panel organizado por CNBC y la USC School of Cinematic Arts, los realizadores Steven Spielberg y George Lucas predijeron la “implosión de Hollywood”. Su hipótesis: la obsesión de los estudios cinematográficos por producir “blockbusters”, esos monstruos de presupuestos estratosféricos y narrativas de héroes y villanos obligados a recaudar entre 800 y mil millones de dólares en la taquilla global para registrar ganancias, redundará en la inviabilidad del modelo económico en el que se sustenta la industria. Las salas de cine se transformarán en plataformas similares a las que el teatro sigue en Broadway: un circuito que se circunscriba a presentar “blockbusters” pensados para lucir en complejos altamente tecnificados cuyo costo de entrada podría oscilar entre los 25 y 100 dólares, dependiendo de las características específicas de cada sala (3D, Imax). El resto de la producción se destinará, casi en su totalidad, a televisión y streaming. De continuar esta tendencia, anticipan los directores, basta con que tres o cuatro de estos megaproyectos fracasen en taquilla para que el sistema “implote” y los estudios resientan el golpe, lo que orillaría a los inversionistas a repensar el rumbo. La curva que separa el fenómeno taquillero del desastre es tan cerrada que imaginar este escenario entra dentro del terreno de lo probable.

Todo parecía indicar que Batman vs. Superman: el origen de la justicia, estrenada en marzo de 2016, iba a adjudicarse el dudoso honor de ser el detonador del desastre; sin embargo, pese a que fue destrozada por la crítica y su desempeño en taquilla no fue el esperado, la cinta recaudó más de 850 millones de dólares, una cifra que difícilmente prenderá los focos rojos de los estudios.

El costo colateral de este modelo de negocio es la marginación cada vez más pronunciada de cintas que aspiren a ser vistas por un nicho cuyos intereses no sean los superhéroes o las batallas intergalácticas. Palabras más, palabras menos, Hollywood ha expulsado al público adulto de las salas de cine.

Muerte y resurrección

Como apuntábamos inicialmente, el cine ha perdido su condición fantasmagórica. La “re-presentación” se cancela: la imagen deja de ser huella para convertirse en una entidad independiente del objeto original. La exhibición experimenta un fenómeno paralelo. El espectador solía ponerse en función de lo proyectado: ajustaba su día para asistir a una sala y entregarse a lo que veía en pantalla. Durante dos horas se desconectaba de todo para entrar a un universo de sombras donde la verdad –en términos esenciales– aparecía literalmente revelada en luz. Hoy, frente a las múltiples opciones de reproducción digital, ese aspecto litúrgico se dirige a su fin. De la transmisión simultánea de conciertos y juegos deportivos a los complejos 4D, los esfuerzos por conservar la vigencia de la sala como centro de exhibición se orientan a crear una experiencia similar a la de una arena o parque de diversiones, y no la del misterioso y sensual demimonde que solíamos asociar con la trasgresión fílmica.

¿Esto significa que, como aseguran algunos pesimistas, estemos ante la muerte del cine? El 27 de abril de 2013, durante la edición 56 del San Francisco International Film Festival, Soderbergh intentó articular una respuesta en la conferencia titulada The State of Cinema:

¿Existe una diferencia entre las películas y el cine (le cinéma)? ¡Claro! (yeah!). Y si fuera parte de Team America, diría: Fuck yeah! La forma más sencilla en la que puedo describirlo es que una película es algo que ves, y el cine es algo que se hace. El cine no tiene nada que ver con el medio con el que se captura. Tampoco tiene que ver con dónde está la pantalla, si está en tu recámara  o en tu iPad. Vaya, ni siquiera requiere ser una película: puede ser un comercial o un video de Youtube. El cine es un acercamiento, una forma de abordar las cosas en la que todo importa. Es el polo opuesto de lo arbitrario y lo genérico. Es algo tan único como una firma o una huella dactilar. No está hecho por un comité o una compañía. Tampoco por el público. Sólo existe porque el cineasta así lo quiso. Eso es el cine: una visión específica.

El cine es mucho más que el mero celuloide en el que está registrado. El avance tecnológico implica desafío y cambio, así como nuevos debates ontológicos, pero jamás la cancelación de la expresión artística a través de las imágenes en movimiento. La tecnología, por el contrario, abre nuevos caminos autorales, más accesibles y personalizados. Parafraseando a Mark Twain, los rumores en torno a la defunción de cine han sido enormemente exagerados. Que no quede duda: mientras existan artistas habrá cine, así sea después de la muerte de lo que hoy conocemos como cine.

[i] El título de este ensayo es un guiño a Film After Film (Verso, 2012), libro en el que J. Hoberman reflexiona sobre los destinos probables del cine en el siglo xxi.

[ii] Más que una era dorada, que presupone un periodo determinado de efervescencia, la televisión vive un cambio de época. En “El mito de la era dorada”, ensayo publicado en Letras Libres, expongo las razones por las que el término es equivocado. Puede leerse acá: http://www.letraslibres.com/revista/dossier/el-mito-de-la-era-dorada

[iii] Richard Brody, crítico de The New Yorker, coincide con Easton Ellis en “la falta de autoría visual” de las series televisivas.

[iv] Ellis está obsesionado con la idea de la sala de exhibición cinematográfica como alegoría de la decadencia imperial de Estados Unidos. The Canyons (2013), película escrita por Ellis y dirigida por Paul Schrader, abre con las ruinas del imperio. Durante la secuencia inicial de créditos, así como a manera de cortinillas a lo largo de la película, vemos cómo las salas de cine que constituían el orgullo estadounidense son ahora edificios abandonados, testimonios tristes de glorias añejas. Las producciones que antes se erigían como el eje central de la cultura han desparecido. Las imágenes remiten al blanco y negro fantasmagórico de The Last Picture Show (1971), de Peter Bogdanovich. Aquí un texto que publiqué en Letras Libres al respecto. http://www.letraslibres.com/blogs/en-pantalla/paul-schrader-y-canyons-apuntes-postimperiales

[v] Ese fue uno de los argumentos con los que Cronenberg rechazó dirigir el primer episodio de la segunda temporadas de True Detective. El otro motivo fue que el guion era “muy malo”. http://variety.com/2015/tv/news/david-cronenberg-true-detective-bad-script-1201607538/

[vi] La crónica se publicó originalmente en New York Magazine en octubre de 2015. Se puede leer aquí http://www.vulture.com/2015/10/on-set-steven-soderbergh-the-knick.html#

[vii] El control ejercido por Soderbergh en The Knick recuerda más al de europeos como Rainer Werner Fassbinder en Berlin Alexanderplatz, o al de Kieslowski en El Decálogo, que al de otro director estadounidense que haya incursionado en televisión. Con la excepción, claro, de David Lynch. Pese a que todo el tiempo se mantiene ocupado, Soderbergh es un consumidor compulsivo de cine y televisión. Aquí está todo lo que vio en 2015: http://www.slashfilm.com/everything-steven-soderbergh-watched-and-read-in-2015/

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