Obama no resultó ser muy distinto de George W. Bush, quien se reeligió gracias a sus demostraciones de fuerza en el exterior, y no por su capacidad para generar bienestar interno.
Berlín, 24 de julio de 2008. Para los cientos de miles de personas que desbordan el parque de Tiengarten, así como para las decenas de reporteros de todo el mundo que se han congregado en la capital alemana, no hay espacio para la duda: éste es un día importante, la clase de momento que marcará un antes y después en la manera en que entendemos al planeta.
Tras una tarde amenizada por grupos de pop y DJ’s, Barack Obama, la gran promesa de la política estadounidense, el primer negro con oportunidades reales de contender por el liderazgo de la primera potencia mundial, ha tomado el micrófono. La gente lo vitorea como si fuera la última estrella de rock de la historia. Le están agradecidos, pues Obama ha escogido a Berlín, una ciudad otrora dividida por la guerra y el resentimiento, como foro para comunicar el proyecto de orden global que le pondrá fin a las heridas y la desconfianza provocadas por el desaseado y violento unilateralismo de la era Bush. El esperanzador discurso enloquece a la multitud:
“Ahora es el tiempo de estar juntos, a través de la cooperación constante, instituciones fuertes, sacrificio compartido y un compromiso global con el progreso, para enfrentar los desafíos del siglo XXI. Este es el momento en que nuestras naciones deben renovar su espíritu. (…) Sé que mi país no se ha perfeccionado. En ocasiones, hemos luchado por mantener la promesa de libertad e igualdad para toda nuestra gente. Hemos cometido errores y algunas de nuestras acciones alrededor del mundo no han sido ejecutadas con las mejores intenciones (…) Pero aún tenemos algo que nos moviliza y une con todo el orbe: queremos vivir libres y en paz.”
La posibilidad de que la Casa Blanca esté liderada por un ciudadano del mundo –por una persona cuyo mismo nombre es vivo reflejo de la pluralidad de la aldea global- está cercana. Ese sentido de posibilidad basta para que meses más tarde Obama reciba el premio nobel de la paz. Adiós a la arrogancia imperial.
Washington, primero de mayo de 2011. Durante su tercer año de mandato, el desgaste en la imagen de Obama es evidente. Incapaz de proyectar como presidente el liderazgo y carisma que marcaron su campaña, ahora es un blanco fácil para la derecha estadounidense, un elefante al que le disparan con rifle de precisión cada vez que pueden. Imposible fallar. La controversia más reciente: según Donald Trump –sí, el Trump del copete y el programa de televisión donde el goce radica en despedir a los participantes-, Obama ni siquiera es americano, es decir, no nació en Hawai, sino en Africa, lo que lo imposibilita para ser presidente. La polémica –de una frivolidad delirante, incluso para los estándares estadounidenses- tiene a Obama contra las cuerdas, posicionado como un rival blandengue con una limitadísima capacidad de reacción.
En el frente demócrata, las cosas no van mejor. El presidente ha perdido el apoyo de un progresismo decepcionado por la tibieza de su reforma financiera, la cual no se tradujo en controles que permitieran desterrar la especulación salvaje de Wall Street y la consecuente posibilidad de una nueva crisis financiera. La lentitud del repunte económico ha minado su simpatía frente al ciudadano común, quien tampoco entiende el sentido de una reforma al sistema de salud que lo obliga a poner dinero en un momento en que el desempleo llega a tasas del 10 por ciento. Ni hablar de las minorías hispanas, profundamente resentidas por la ausencia de una estrategia migratoria que permita regularizar la situación de sus familias, o por lo menos protegerlas del rampante racismo de leyes como la SB1070, en Arizona.
Pero Barack tiene un as bajo la manga. De manera totalmente inesperada, y con un notable manejo del escenario mediático, Obama comunica en cadena nacional que ha hecho lo imposible: le ha dado muerte al anticristo: Osama bin Laden. El anuncio se hace en tono patriota e inspirador, con la narrativa heroica de un hombre que cumple épicamente con el destino manifiesto de vengar a los suyos:
“Las imágenes del 11 de septiembre de 2001 están vivas en nuestra memoria, pero lo peor no fue visto por el mundo: la silla vacía en el comedor, niños que crecieron sin su padre o madre, padres que ya nunca sentirán el abrazo de sus hijos. Casi 3,000 personas que nos fueron arrebatadas, dejando un vacío en nuestros corazones. Tras asumir la presidencia, le ordené a Leon Panetta, director de la CIA, que hiciera de la muerte o captura de bin Laden su prioridad principal. Hoy les puedo decir a todas las familias estadounidenses que se ha hecho justicia. ¡Dios bendiga a los Estados Unidos!”
Tras la noticia, miles de norteamericanos salen a celebrar en las calles. La fiesta se extiende hasta altas horas de la noche, como si Estados Unidos hubiera ganado el primer Super Bowl global.
Ojo por ojo
“Se necesita ser muy culero para que te mate el premio nobel de la paz”, comentaba un lector de un blog internacional de El País. Es una verdad a medias. Nadie duda que Osama bin Laden era un asesino; nadie duda, tampoco, que la crueldad de la vía terrorista no puede minimizarse con relativizaciones en torno a si el intervencionismo estadounidense le ha hecho más daño al planeta que el radicalismo musulmán. Preocupa, eso sí, la facilidad con la que se festeja el asesinato y se define como acto de justicia.
No se trata de hacerse chaquetas mentales: está perfectamente documentado por fuentes oficiales que Osama bin Laden era lo que en el argot de la CIA se denomina como un operativo “blowback”, un agente renegado que tras varios años de servicio se vuelve contra sus creadores. El escenario de un bin Laden sujeto a juicio era una pesadilla para Washington. ¿Cómo explicarle al pueblo estadounidense que la Casa Blanca financió varias operaciones del terrorista cuando las huestes de éste funcionaron como un muro de contención a la invasión soviética de Afganistán en los 80? ¿Cómo controlar la lengua de un bin Laden derrotado en un tribunal? Desde la óptica de la real politik, había que matarlo, de acuerdo, ¿pero qué tan válido es usar esa ejecución para redimir la mediocridad de todo un mandato?
Hoy, gracias al asesinato patriota de bin Laden, Obama se encuentra en los máximos niveles de aceptación popular desde que asumió la presidencia. Sus compatriotas lo adoran en su papel de héroe de acción, e incluso los republicanos más reaccionarios aplauden que haya dejado atrás su imagen de liberal compasivo. No More Mr. Nice Guy! La reelección, en cambio, se ve segura. Al final, Obama no resultó ser muy distinto de su antecesor, George W. Bush: ambos dirigentes mediocres cuya popularidad se dio en función de su capacidad para generar violencia en el exterior, y no en la creación de bienestar para sus compatriotas. Una lástima. La promesa de Berlín se ha esfumado.
+Este artículo se publicó en la revista Deep del mes de junio.
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