Archive for ‘Guerra contra el narco’

febrero 22, 2011

Hipocresía de piel sensible

por Mauricio González Lara

Todo nos molesta, todo nos ofende. Los mexicanos nos hemos vuelto hipócritas de piel sensible.


Es un fenómeno que contradice los supuestos elementos sustanciales del alma mexicana: pese a que en teoría somos un pueblo que se ríe de todo y de todos, al punto en que la misma muerte nos provoca sonoras carcajadas, lo cierto es que la nación azteca es cada vez más quejica. México es un bebé al que ya ni siquiera hay que pellizcar para que estalle en lágrimas; basta con mirarlo feo o llevarle la contraria para hacerlo chillar. Vivimos, como bien reflexiona el sicólogo Jorge Hill en un texto escrito para el sitio Animal Político, en el “México nena”. Peor aún, nos quejamos de conductas que nosotros somos los primeros en ejercer. Van tres botones de muestra para entender nuestro esquizofrénico victimismo:

Botón uno: mexicanos flatulentos

El pasado 30 de enero, los conductores de Top Gear, el afamado e irreverente programa de la BBC dedicado a evaluar diseños, eficiencia y desempeño de automóviles de lujo, presentaron el modelo deportivo mexicano «Mastretta 2011 MXT». Insertos en el formato de charla casual que asume con frecuencia el programa, Jeremy Clarkson, Richard Hammond y James May se dieron vuelo en destrozar el coche, al que se refirieron bajo el nombre de “Tortilla”.

“¿Por qué querrías un auto mexicano? Los autos reflejan las características nacionales, ¿no? Entonces, los autos alemanes están muy bien construidos y son implacablemente eficientes, los autos italianos son extravagantes y rápidos. Un carro mexicano, por  tanto, sólo sería flojo, irresponsable y flatulento», expresó Hammond.

A manera de cereza en el pastel, Clarkson declaró que estaba seguro de que no habría respuesta por parte del embajador mexicano en Inglaterra, pues si estaba viendo Top Gear, probablemente estaba medio dormido aplastado en un sillón. Con una intensidad que ojalá hubiera desplegado por su paso por la Procuraduría General de la República, donde sí parecía estar en estado catatónico, nuestro embajador en Inglaterra, Eduardo Medina Mora, tronó contra la BBC, y acotó en una misiva que “estas observaciones ofensivas, xenofóbicas y humillantes sólo servían para reforzar los estereotipos negativos y perpetuar el prejuicio contra México y su gente”.

El resto es historia: los medios difundieron la noticia y la reacción, interesantemente, se partió en dos. El primer grupo, el más reducido, se enojó ante la respuesta de Medina Mora, ya que según ellos Top Gear era una serie caracterizada por un humor negro que mexicanos como el ex procurador eran incapaces de entender, por lo que en lugar de quejarnos, deberíamos aplaudir la mofa y ser parte del juego. En su delirio aspiracional, los fans aztecas de Top Gear pasaron por alto que Top Gear dista de ser un programa que se asuma paródico; la idea, más bien, es presentar a un trío de machines en una fantasía fálica disfrutable para los amantes de los coches. No hay nada de malo en ello, pero argumentar que estos ingleses “son parejos y se burlan de todos” es hacerse una chaqueta mental a todas luces falsa. Si los conductores hubieran sustituido la palabra “mexicanos” por “musulmanes”, “indios” o “negros”, el escándalo en el Reino Unido hubiera sido de proporciones épicas. Hay un sector en México le molesta asumirse mexicano, por lo que casi siempre prefiere asumir la negación antes que una postura de rechazo frente a un embate exterior.

El otro grupo, el mayoritario, se envolvió en la bandera y comenzó a lanzar epítetos racistas y denigrantes para protestar contra los prejuicios de los conductores de Top Gear. La hipocresía es evidente: los mismos mexicanos que se sirven con la cuchara grande al hacer chistes ultra ofensivos contra gallegos (las bromas sobre su falsa estupidez son ya toda una tradición), argentinos (¡esos meseros de la Condesa!) y negros (pobre Kalimba), asumen como ofensa mortal que los llamen flojos e, irritados, casi le piden al presidente que le declare la guerra a Inglaterra. (Guerra que no dudo declararía ganada Felipe Calderón, aún cuando la bandera británica estuviera izada en el Zócalo capitalino a plena asta.) El Top Gear gate no era intrascendente, pero tampoco tan grave como para ocupar espacios de suma importancia; el tema, sin embargo, acaparó la atención en redes sociales y figuró entre las primeras notas de los medios durante varios días.

Botón dos: “narcoinsurgencia”

A principios de febrero, en el marco de una conferencia frente a universitarios, Joseph W. Westphal, subsecretario del Ejército de Estados Unidos, calificó a los cárteles del narcotráfico de México como una forma de “narcoinsurgencia” que podría tomar el control del gobierno, a la vez que advertía la amplia preocupación existente en el sistema castrense de su país de que tal situación derivara en una intervención castrense en suelo azteca:

“Nunca quiero estar en una situación en la que tengamos que enviar a la frontera a soldados, no sólo de la guardia nacional sin balas para obtener información, sino enviar a soldados en activo o reservistas para pelear contra la insurgencia en la frontera o tener que enviarlos a través de la frontera.”

El gobierno rechazó categóricamente que México esté en una situación de tal magnitud. Sí, en efecto, el mismo gobierno que le declaró “la guerra al narco” hace cuatro años, y cuyo saldo rebasa ya las 30,000 ejecuciones y se expresa territorialmente en  la virtual pérdida de la frontera, se hace el ofendido ante la aceptación foránea de la realidad nacional, y asegura que no, que no hay “narcoinsurgencia”, que todo es un asunto de policías contra ladrones, que quién sabe qué clase de agenda intervencionista debe tener Estados Unidos para decir eso, que no es para tanto, que no la jodan. ¡Bendita esquizofrenia! (Una duplicidad similar, por cierto, opera en el caso de Florence Cassez: el mismo gobierno que no acepta que el videomontaje de su arresto sería motivo de “nulidad de juicio” en cualquier país civilizado, no duda en solicitar, en tono enérgico, que todo mexicano goce del respeto pleno de sus garantías individuales en caso de ser arrestados en el exterior, culpables o no.)

Botón tres: Santa Carmen y los “calderonistas”

En 1995, en el punto más complicado de la crisis económica originada por el tristemente famoso error de diciembre, numerosos columnistas tildaban a Ernesto Zedillo de idiota y le exigían un día sí y otro también que renunciara a la presidencia y convocara a nuevas elecciones. Zedillo, hay que aceptarlo, nunca perdió la paciencia. Durante el sexenio pasado, a Vicente Fox varios periodistas lo acusaron de estar bajo los efectos del “toloache” y tomar Prozac; los señalamientos le molestaron -¿a quién no?-, pero el asunto nunca pasó a mayores. Hoy, empero, basta con sugerir que el mandatario se toma algunos tragos para que arda Roma. El despido y recontratación de Carmen Aristegui de MVS -por supuestamente haber difundido como noticia el rumor de que Felipe Calderón es un alcohólico- ha provocado múltiples encontronazos entre los grupos que conforman lo que se denomina como “opinión pública”. El maniqueísmo es casi imposible de sortear: si no se está a favor de “Santa Carmen Aristegui”, cada vez más militante y menos periodista, se corre el riesgo de ser considerado por el bando izquierdoso como un agente de “El Yunque”; si, por el contrario, se exhiben excesos arbitrarios en la conducta de MVS,  es probable que los “calderonistas” tachen el gesto como una conducta calumniosa y reprobable. No se articulan argumentos, sólo se inflaman prejuicios. El absurdo: ambos lados critican la intolerancia, ambos son delirantemente intolerantes. Ni siquiera el extraño regreso de Carmen ha cesado los insultos. Hasta lo que no comen les hace daño. ¿Cuándo van a dejar de chillar y molestar al otro? La hipocresía en pleno.

*Una versión diferente de este texto se publicará en el número de marzo de Deep, disponible a partir de este fin de semana.

**La imagen del inicio es un cartón de Daryl Cagle, de MSNBC. Cagle es un caricaturista gringo que nos ofendió por, supongo, decir la verdad.

abril 11, 2010

El Cártel de Sinaloa (una charla con Diego Osorno)

por Mauricio González Lara

Diego Enrique Osorno, periodista y autor de El Cártel de Sinaloa, habla sobre los errores de Felipe Calderón, la utilidad de los narcocorridos y el honor entre capos.


Más allá de de las espectaculares detenciones de capos y más capos, más allá de las fotos del cadáver de Beltrán Leyva decorado con billetes y joyas, más allá de las declaraciones vacuas de los funcionarios y las mesas de debate de los medios, más allá de los decapitados y Ciudad Juárez, más allá de los más de 15000 ejecutados a lo largo del sexenio, más allá de Genaro García Luna y su supercentro de inteligencia, más allá de los dealers y el Bar-bar, más allá de todo eso, ¿cuánto sabemos sobre “la guerra contra el narco”, sus trasfondos y múltiples contextos?

En El Cártel de Sinaloa: una historia del uso político del narco (Grijalbo, 2009), Diego Enrique Osorno, uno de los pocos periodistas del país interesados en hilvanar reportajes de investigación de largo aliento, intenta responder a la pregunta a través de un retrato coral de la organización criminal más poderosa de México. Aquí, Osorno discute los puntos finos de El Cártel de Sinaloa, al tiempo que brinda algunas pistas para comprender la complejidad del problema del narcotráfico.

¿En qué momento reparaste que la “guerra contra el narco” iba a ser el gran proyecto de este sexenio? ¿Eso fue lo que te motivó a escribir el libro?

Fue una sucesión de factores. En 2006, aparte de toda la controversia y el enfrentamiento que rodeó al resultado de las elecciones presidenciales, en el país existían muchos conflictos abiertos, muy graves, que pasaron a un segundo plano a causa de las campañas. Como reportero, no estaba muy interesado en cubrir las campañas, sino conflictos como la crisis en Oaxaca o tragedias como la de Pasta de Conchos, asuntos que formaban parte de la agenda nacional sin estar todo el tiempo en las primeras planas. Una vez que Calderón asumió la presidencia, fue muy desconcertante para mí ver como todos esos asuntos, los cuales  formaban parte de mi diálogo constante con la realidad, de repente desparecieron del discurso gubernamental para ser sustituidos por un problema supuestamente mayor, la lucha contra el narco. Recordemos: la primera imagen de Felipe Calderón como presidente es la de su toma de protesta en la Cámara de Diputados en diciembre de 2006, inmerso en el descrédito y las protestas; la segunda imagen, un mes después, es la de un presidente ataviado con uniforme militar, flanqueado por el secretario de Defensa y otros funcionarios, declarándole la guerra al narco en una base militar de Michoacán.

El cambio fue radical. Semióticamente, Calderón pasó de ser un hombre sumido en el caos al que nadie respetaba, a uno fuerte y decidido que peleaba contra un enemigo irrebatible. Los señalamientos en torno al uso político de la guerra contra el narco son ya hoy moneda común, pero en el 2007 casi nadie cuestionaba la dinámica. Las encuestas de opinión situaban a Calderón en grados de aceptación sumamente altos por el tono enérgico que adoptó al respecto. No es nuevo que un presidente débil recurra a medidas de fuerza para legitimarse. Durante el inicio de su sexenio, Salinas de Gortari arrestó a la Quina, desmanteló la estructura de Carlos Jonguitud en el sindicato de maestros y apresó a Miguel Angel Félix Gallardo, el “jefe de jefes” del Cártel de Sinaloa. Calderón ha aprovechado mediáticamente el combate a los narcotraficantes; le es de enorme utilidad en términos de imagen, pero es una decisión estrictamente política, tomada sin ninguna clase de estrategia, donde no se consultó a expertos ni se ponderaron los múltiples efectos negativos que podían activarse. La idea del libro, en el fondo, es exponer esos efectos a través de los ojos de los sectores afectados por el narco, desde las cúpulas empresariales de Monterrey a los campesinos de la Sierra de Guerrero, pasando por los archivos históricos del país y los mismos narcotraficantes. El narco es un fenómeno que afecta a todos. Mi objetivo fue documentar cómo se ve la guerra desde esos frentes, y reflexionar que vamos directo al fracaso si seguimos viendo el problema como una mera pelea.

Un reclamo reciente a la “guerra contra el narco” de Calderón es que no se ha golpeado al Cártel de Sinaloa, sino sólo a sus enemigos. ¿Compartes esa visión?

En la realidad mexicana existen poderes fácticos con los que cualquier presidente debe de dialogar y gobernar: Carlos Slim, el sindicato de Pemex, la maestra Elba Esther Gordillo, etcétera. El cártel de Sinaloa es uno de esos poderes fácticos. Ahora, a diferencia de los otros poderes, Felipe Calderón no se puede sentar  a hablar con Joaquín “el Chapo” Guzmán. No opera así. Sin embargo, debe de existir alguna clase de comunicación, así sea a través de otros actores. Pese a que el Cártel de Sinaloa es el statu quo del narco, con redes que se extienden por toda la geografía de poder del país, no se le ha tocado. Se han combatido a escisiones como la de los Beltrán Leyva y el Cártel de Juárez,  a enemigos  emergentes, surgidos en los últimos 20 años, como los Zetas, o a grupos caóticos, como lo que queda de los Arellano Félix o el Cártel del Golfo, pero no al Cártel de Sinaloa. El Cártel de Sinaloa es el referente del narco en México,  ningún esfuerzo es creíble si no se le golpea.

Otro aspecto que levanta sospechas es que una de las justificaciones para emprender esta cruzada fue que el narco era un cáncer que estaba carcomiendo al Estado, que se corría el riesgo de que se expandiera en una metástasis que colapsara a las instituciones. A más de tres años, no hemos visto ningún proceso en contra de un secretario de Estado o alto funcionario a causa de su complicidad en el tráfico de  estupefacientes. Ninguno. Todo se reduce a presentar al presidente como un soldado en una guerra contra un montón de criminales sin rostro. Eso es un efecto más de la debilidad del presidente, quien está sometido por lo peor de la clase política. Olvidémonos de pesos completos como Elba Esther Gordillo, Calderón ni siquiera pudo con gobernadores como Ulises Ruiz o Mario Marín, el “góber precioso”. ¿Se encarcelaron a los políticos coludidos con el narco? Hasta ahora, la única acción al respecto no ha sido contra funcionarios de alto nivel, sino contra alcaldes de Michoacán a los que a la larga no se les pudo comprobar nada. Es una trampa retórica.

En el libro narras la vida de varios capos sinaloenses a lo largo de la historia. Da la impresión de que había un código de honor más estricto entre los narcos del siglo pasado, como si los criminales de antes fueran “hombres de palabra”, más íntegros.

Lo que pasa es que antes el narco estaba más concentrado. La lógica es similar a la que caracterizó al mundo empresarial hace un par décadas, cuando muchas compañías quebraron una vez que el país se abrió a la competencia y se complicaron los mercados. El ámbito de las drogas estaba dominado por unos cuantos narcotraficantes y no había necesidad de enfrentamientos. Hoy, ante el tamaño de la demanda, la competencia es feroz y la violencia se ha intensificado a grados insólitos. El mundo que le tocó fundar a Miguel Angel Félix Gallardo, el “jefe de jefes” de Sinaloa,  se segmentó: sus antiguos gerentes de zona lanzaron sus propias divisiones criminales. No es casual que la detención de Félix Gallardo se diera durante el salinismo, la era de los grandes cambios globalizadores.  El encarcelamiento de  Félix Gallardo fue el detonante para que el monopolio nacional del comercio de drogas se tornara en el oligopolio violento de la actualidad. La situación no empeoró porque se perdiera un hipotético código de honor entre los criminales, sino por los mismos cambios sistémicos. En ese sentido, los testimonios de Félix Gallardo en el libro son reveladores: él se ve como un soldado del viejo sistema  al que le tocó pagar el precio del cambio, a la vez que  responsabiliza a las autoridades de haber reorganizado el negocio. Los narcos, finalmente, son hombres de su tiempo, y así debe explicarse su comportamiento.

¿Qué papel juega la mitología cultural del narco en su poderío? ¿Son expresiones espontaneas o instrumentos propagandísticos?

La cultura del narco no es espontanea, sino una propaganda planificada con el fin de crear bases sociales y penetrar en la comunidades. Para los narcos no hay imposibles: cuando no pueden recurrir a los santos tradicionales de la iglesia, inventan a Malverde y la Santa Muerte; cuando se les cierra la música tradicional, inventan los narcocorridos; cuando no pueden reclutar adeptos mediante la promesa de un buen empleo, crean una propaganda que glorifica al forajido y la ostentación. Los narcos poseen un refinado entendimiento de nuestra tradición cultural. Antes, los corridos eran expresiones que relataban las andanzas de héroes libertarios  del pueblo como Emiliano Zapata, Pancho Villa o Lucio Cabañas; ahora, son sobre narcotraficantes que, si bien operan fuera de la ley, se han posicionado como los nuevos héroes de la población. Los narcos utilizan el narcocorrido con una intención doble: por un lado, sirve de publicidad aspiracional para los jóvenes que desean salir de la pobreza, y por otro, le da alma y sentimiento al sistema de valores que deben de adoptar una vez que ingresan al crimen.

La mitología del narco se ha transformado en el Olimpo de los sectores marginados por el neoliberalismo, en la única alternativa para escapar de la miseria. Hay muchos más adolescentes en el país que quieren ser como “el Chapo” Guzmán que como Genaro García Luna, el secretario de Seguridad Pública. Existen varios libros que presentan las historias de los narcotraficantes como si fueran un narcocorrido, donde se les glorifica y celebra; otros, en cambio, parecen reportes policiacos, sesgados y corrompidos. Ese aspecto me preocupaba: no quería escribir un reportaje oficialista, pero tampoco quería ensalzar la cultura del narco. La cultura es un frente de batalla donde el gobierno no ha hecho nada. Medellín, considerada hasta hace poco como una de las ciudades más peligrosas del mundo, logró salir de la espiral de la violencia gracias a que el gobierno adoptó una estrategia integral que contempló altas inversiones en cultura y deporte.  En los lugares más pobres de Medellín se erigieron seis bibliotecas de primer nivel, se construyeron canchas de futbol, se activó el arte, se libró una pelea contra la cultura del crimen. El presupuesto cultural de Medellín es mayor que el de todo el ministerio de cultura de Colombia. Se creó identidad y se dignificó a la sociedad. Esa es una batalla inteligente, no como la que tenemos en México. Yo he platicado con jóvenes en zonas controladas por los Zetas: viven en condiciones tan tristes que casi basta con que alguien se acerque a la esquina con un balón para que acepten ser reclutados. Suena delirante, pero ésa  es la realidad.

*Esta entrevista aparece en la edición de abril de la revista Deep. ¡Cómprenla!

febrero 2, 2010

México, ¿país de junkies?

por Mauricio González Lara

Este año le dedicaremos varias entregas a la guerra contra el narco emprendida por Felipe Calderón, a la vez que publicaremos algunas entrevistas con expertos en la materia y periodistas que han cubierto de primera mano el conflicto, como Diego Enrique Osorno. En esta primera entrega abordamos el mito del aumento en el consumo.


Basta de autoengaños. México vive una guerra total, de suma cero, donde, a diferencia de lo que sucede eventualmente con otros conflictos, no hay diálogo ni tratado de paz posible. La diplomacia, aquí, no opera. Sólo existen dos bandos, radicalmente opuestos, destinados a combatir hasta que uno aniquile al otro. Al demonio con la posmodernidad y sus relativizaciones: el combate es por la sobrevivencia misma de todo los que nos da sentido; la pelea es por ti, por tu familia, por tus hijos. El enemigo es el mal, la criminalidad más violenta y brutal, pura y resoluta, a punto de tornarse, si no damos la batalla, en un estadio sin punto de retorno. No hay tiempo para divisiones ni discrepancias: es hora de actuar y vencer por cualquier medio necesario. El país, la sociedad misma, se encuentra en riesgo inmediato de hundirse irremediablemente en la corrupción, el caos y la violencia. Si fracasamos, generaciones enteras quedarán atrapadas en la adicción, perdidas, degradadas, mancilladas. No hay otra prioridad. Es todo o nada. Dime, aquí y ahora, ¿contamos con tu apoyo?

¿Suena familiar? Ornamentos más, ornamentos menos, ése es el discurso con el que, a lo largo de ya más de tres años, Felipe Calderón Hinojosa ha reclutado el apoyo de la sociedad mexicana para librar una cruenta e inusitada cruzada contra el narcotráfico. No ha sido fácil. Basta recordar que como consecuencia de su cerrado triunfo electoral, más allá de filias y posturas, Felipe Calderón arribó a la presidencia de México con la percepción de que cargaba con un intenso déficit de legitimidad (sospechas de fraude aparte, justificadas o no, lo cierto es que la mayoría del electorado no voto por él). El reto de emprender acciones y proyectos de gobierno que ganaran el apoyo mayoritario de la sociedad, a la vez que neutralizaran el rencor de sus detractores, era mayúsculo. Se podría especular, no sin ingenuidad, que un personaje de miras mayores se hubiera inclinado por dinámicas más significativas y genuinamente transformadoras que las del combate al crimen organizado, como reformas estructurales a la energía o al fisco o, como se lo sugirieron varios analistas en su momento, al acotamiento de los poderes fácticos que han obstruido la competitividad del país (¿es creíble una reforma educativa que no pase por el desmantelamiento del SNTE?, ¿la competencia desleal de Telmex promueve la competitividad en las telecomunicaciones?, ¿por qué no hay una tercera cadena nacional de televisión abierta?). Pero no, Calderón optó por una ruta de legitimación más histriónica y volátil: la batalla contra el narcotráfico.

La estrategia de imagen ha sido más efectiva de lo esperado: pese a la desesperante mediocridad y falta de inventiva con la que su equipo manejó la crisis financiera, Calderón aún registra tasas de aprobación superiores al 60 por ciento. A escala internacional, la admiración es aún más notoria: ¡cómo olvidar la entrevista donde Barack Obama comparaba a Felipillo con el mismísimo Eliot Ness! Hasta ahora, vista desde un ángulo de estricta propaganda política, la lucha contra el narco ha sido un éxito. Eso es indiscutible. Visto desde el ángulo de la efectividad y el bienestar nacional, sin embargo, la campaña antinarco es un desastre que amenaza con explotarle en la cara al presidente y sumir a la sociedad en una espiral de violencia que la coloque al borde de la ingobernabilidad. Es tiempo de clarificar: la guerra de Calderón, peligrosa e irresponsable, está destinada al fracaso por sus falsedades y pecados de origen, como su mito más evidente: el aumento en el consumo.

Foto tomada del periódico La Jornada

¿Nación junkie?

La justificación moral del combate a las drogas en México se centra en la asunción de que el consumo de estupefacientes se ha disparado a niveles tan alarmantes que se corre el riesgo de que nos convirtamos en un país de adictos. Esta variable es relativamente novedosa: hasta hace algunos años, la percepción general de la sociedad consistía en que el país era una ruta de paso para que la droga llegara a Estados Unidos, y no un destino significativo para el consumo. Todo eso cambió con Calderón, cuya preocupación retórica ante el peligro de que las nuevas generaciones queden atrapadas por las fauces de las drogas raya con frecuencia en el sermón.

No obstante, como bien anotan Jorge Castañeda y Rubén Aguilar en su libro El narco: la guerra fallida (Santillana,2009 ), el consumo de drogas en México no ha aumentado de manera importante en los últimos 10 años. De acuerdo con un análisis comparativo de la Encuesta Nacional de Adicciones, elaborada por la Secretaría de Salud a través del Consejo Nacional contra las Adicciones, el porcentaje de la población urbana, de entre 12 y 65 años, que reconoce haber probado alguna vez cualquier droga ilícita casi no registra movimiento: 5.3 por ciento en 1998, 4.2 por ciento en 2002 y 5.5 por ciento en 2008. Las cosas no cambian mucho en términos relativos, entre los que admiten haber consumido drogas una vez en su vida y los usuarios consuetudinarios. La encuesta del 2002 revela 307,000 personas adictas; la del 2008, seis años después, 465,000. Es decir, un incremento de menos de seis por ciento al año, lo que en un país de 110 millones de habitantes representa apenas 0.4 por ciento de la población.

Cuando el gobierno de Calderón reveló los resultados de la Encuesta Nacional de Adicciones del 2008, los presentó de tal manera en que se proyectaba la idea de que el consumo se había desbordado. Castañeda y Aguilar explican la trampa: “La prensa no entendió el significado de la Encuesta Nacional de Adicciones y reaccionó de forma intempestiva. De manera sensacionalista y falsa, detectó un alza exorbitante del consumo, cuando la encuesta proporcionaba una información contraria. Por ello el gobierno la bajó del portal y prometió divulgar posteriormente los datos definitivos. Más de un año después, seguimos esperándolos.”

¿Es la adicción a las drogas un problema de salud que no puede ser minimizado y requiere de acciones de Estado concretas y asertivas? Sin duda. ¿México corre el riesgo inmediato de tornarse en una nación de junkies? Desde luego que no. Esa mentira de origen, sin embargo, es la base de una guerra cuyo saldo ya rebasa las 15,000 muertes en lo que va del sexenio. ¡Valiente triunfo para Eliot Ness y sus intocables! (F)

+Este texto aparece publicado en el número de febrero de la revista Deep bajo el nombre La falsa guerra contra el narco (1ª parte)

++En días recientes, antes de terminar este artículo, Genaro García Luna, secretario de Seguridad Pública, difundió en una comparecencia ante el Congreso cifras sobre el consumo de drogas significativamente más altas que las oficiales de la Encuesta Nacional de Adicciones. García Luna no reveló las fuentes de sus números, según los cuales existen 4.7 millones de adictos a diversas drogas, y no 465,000, como lo señala la Secretaría de Salud.

Le pregunté a Jorge Castañeda su opinión. He aquí su respuesta: “García Luna no dio fuentes. Si lo que reportó la prensa es cierto -4.7 millones adictos-, estaríamos mucho peor que Estados Unidos, diez veces peor que hace un año y medio (si comparamos las cifras con las del Consejo Nacional de Adicciones), y al borde de una hecatombe nacional de pachequez.»