Un análisis nada sesudo sobre las razones detrás del éxito de Game of Thrones.
En 1989, cuando la internet sonaba a ciencia ficción y la única manera de ver televisión extranjera era a través de una antena parabólica, un nerd mexicano –quizá uno de los especímenes más bizarros de la raza humana de ésa y todas las épocas– no podía prescindir de tres cosas: una Commodore 64, un disco de The Number of the Beast, de Iron Maiden y, sobre todo, de varios ejemplares de Heavy Metal, la famosa publicación de historietas sobre mundos fantásticos y ciencia ficción con tintes eróticos de denominado “corte adulto”.
Cada dos meses el ritual era el mismo: hordas de púberes esperaban pacientemente a que los distribuidores entregaran a algunos puntos de venta selectos las preciadas publicaciones por las que desfilaban guerreros, monstruos y demás personajes insólitos cuyos hábitats se dividían entre el espacio exterior y tierras repletas de criaturas mágicas. Aunque tales fugas imaginativas eran lo que menos importaba. La razón primordial para comprar Heavy Metal era de carácter carnal: contar con material para estimularse tardes enteras con las amazonas desnudas que cada cinco páginas ofrecían, generosas y encendidas, sus cuerpos a los héroes involuntarios que con frecuencia terminaban siendo los protagonistas centrales del grueso de las historias. Heavy Metal jugó un papel central en la masturbación del adolescente nerd ochentero; era “Mi primer porno”, una fantasía sexual inofensiva que abría el camino a materiales más gráficos y directos.
Heavy Metal nació en los setenta como una versión estadounidense de Métal Hurlant, la revista francesa que lanzó a la fama a artistas de influencia indiscutible como Jean Giraud “Moebius” y Milo Manara; para mediados de los ochenta, sin embargo, la publicación era una parodia vulgar de sí misma. Ofrecía, eso sí, una coartada perfecta: bajo el disfraz de narrativas de alta calidad gráfica, el lector satisfacía sus necesidades lúbricas gracias a la imaginación calenturienta de dibujantes como Boris Vallejo y Richard Corben, quienes perfeccionaron una estética de tetas y nalgas de firmeza imposible exhibidas en medio de una feria de clichés medievales y fantásticos.
Todo esto viene a colación porque me resulta imposible no pensar en Heavy Metal cada vez que alguien menciona Game of Thrones, la serie de televisión creada por David Benioff y D. B. Weiss para la cadena HBO. El programa está basado en las novelas Canción de hielo y fuego, escritas por George R. R. Martin, y cuenta las cruentas luchas entre varias dinastías por el control del “trono de hierro”, el centro de poder de los siete reinos que componen Poniente, el continente ficticio de rasgos occidentales donde se sitúa la mayor parte de la historia (aunque existe un continente oriental, llamado Essos, lugar del que emerge Daenerys Targaryen, la hija exiliada del rey que fue asesinado décadas atrás y quien regresa a reclamar sus derechos).
Los fanáticos de Game of Thrones sostienen que la serie es un trabajo épico de gran aliento en el que, como describe uno de los boletines de prensa emitidos para su promoción, “se aborda la intriga política y la complejidad de la condición humana, atrapada perpetuamente por el dilema de hacer lo correcto o saciar su búsqueda por el poder”. La verdad, como sucedía con Heavy Metal, es que todo es un vil pretexto para admirar viejas en pelotas. Sólo conozco la serie de televisión, por lo que ignoro si los libros, como sostienen los admiradores de Martin, son más complejos que el programa, donde amén de una innegable pericia en la yuxtaposición de las historias y el diseño artístico, lo que se narra es un pastiche de amores prohibidos, hijos en búsqueda de sus padres, rencores familiares, situaciones cursis y filosofía motivacional. Todo aderezado con una mezcla de espadas fálicas y cojines al estilo de “las noches de clímax” de Golden Choice.
Como evidenció la masacre al final de la tercera temporada, los personajes de Game of Thrones son piezas de cartón susceptibles de ser eliminadas cada vez que la serie requiera de una dosis de “shock value” para despertar a su público. La única presencia notable es la de Peter Dinklage en el papel de Tyrion Lannister, el inteligente “medio hombre” cuyas limitaciones físicas no impedirán que tarde o temprano, intuimos, contienda por el trono. El despreciado y sensible Tyrion es un héroe entre la audiencia de entre 15 y 40 años que constituye la espina dorsal del rating del programa (4.3 millones de espectadores) –y que comienza a ser denominada por los mercadólogos como “mass inteligence”, término elegante para referirse al nerd que supuestamente vincula al “mass media” con la “elite media”.
De acuerdo con The rise of the mass intelligent, un análisis escrito por la unidad de inteligencia de The Economist, esta clase de target nerd educado es el que ya define en buena medida los contenidos que hoy produce la industria cultural estadounidense. La ironía del asunto: en el fondo, más allá de sus delirios de sofisticación, lo que realmente quiere ver son tetas, nalgas y dragones. De preferencia en ese orden.
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