La ecología y el cuidado a la salud son deseables siempre y cuando sean prácticas racionales y respetuosas de la libertad individual.
Sin Dios ni futuro, el hombre camina con los ojos vendados por la posmodernidad. Es desolador. El vacío, sin embargo, no dura indefinidamente. Insospechados sagrados absolutos emergen como derroteros morales a seguir, tan incuestionables y omnipresentes como cualquier fundamentalismo religioso.
Los fanatismos brotan y se extienden gangrenosos por Occidente. Sin conciencia ni individualidad, los cruzados nos piden postración frente a la santísima trinidad del naciente milenio: salud, medio ambiente y tecnología. Maldito aquel que ose poner en duda la altura moral de esta novedosa corrección política.
¿A quién le importa si los nuevos dioses caminan con pies de barro? La creciente tendencia, como todos los paradigmas purificadores que le han precedido, no presume de honestidad intelectual o congruencia. La clave, lo fundamental no es la verdad, sino sentirse exaltado en la santurronería de “hacer el bien”. Van dos argumentos al respecto:
1.- La hipocresía antitabaco. De acuerdo con el Consejo Mexicano contra el Tabaquismo, nuestras instituciones públicas de salud destinan 45,000 millones de pesos anuales para atender enfermedades atribuibles al consumo de cigarrillos. El gobierno mexicano, según datos de 2010, recauda sólo 25,000 millones de pesos en impuestos especiales al tabaco; es decir, aún existe un diferencial amplio que las compañías tabacaleras no cubren respecto al daño que provocan. Nadie duda, entonces, que promover una baja en el consumo del tabaco sea un objetivo encomiable; nadie cuestiona, tampoco, los enormes costos que todos pagamos por las enfermedades derivadas del cigarro. Queda claro que fumar es nocivo para la salud, queda claro que es labor del Estado comunicarlo así. No obstante, ¿hasta qué punto debe llegar el Estado en este rubro? Las restricciones en el consumo de tabaco cada vez rayan más la barrera de lo prohibitivo. La “policía antitabaco” no se contenta con el progresivo e indefectible aumento en los precios de las cajetillas, ni tampoco con la vigilancia continua para que nadie fume en lugares públicos; tales esfuerzos son insuficientes cuando la meta es antagonizar a todo aquel que fume al punto de que no pueda vivir sin temor a ser reprendido por los demás. No importa si quiere dejar o no la nicotina.
Como bien señala Fernando Savater en Contra la imposición de la salud, artículo publicado en El País durante el año pasado, para la “policía antitabaco” la posibilidad de optar por el placer a sabiendas del daño corporal infligido, simple y llanamente no cuenta:
“El tabaco tiene también algunos efectos beneficiosos. Quizá quien fuma siente que su vida no se consume de manera tan angustiosa: creo que hay un cuplé sobre esta cuestión. En cualquier caso, nadie fumaría si de ese gesto no se obtuviera nada positivo, sea placer, analgésico, inspiración creadora o pasatiempo social. Es injusto y sesgado no mencionar jamás esto. Es tan manipulador como sostener que los automóviles son unas máquinas que sirven para matarse los fines de semana, sin mencionar que también pueden llevarle a uno de vacaciones o de paseo.”
Savater, quien fuma puros, no cigarros, se declara por una ética de la libertad: “En el caso del tabaco, como en el del alcohol o cualquier otra de las llamadas drogas, no hay que confundir el uso con el abuso. Probablemente quien sea incapaz de usar esas sustancias sin incurrir en desmesuras será prudente renunciando a ellas pero su ejemplo no tiene por qué ser decisivo para las personas más capaces de templanza. Ni todos los que paladean una copa de vino acaban con cirrosis ni todos los que disfrutamos con un buen cigarro puro terminamos con cáncer de pulmón. Y, en cualquier caso, se trata de un riesgo personal, como tantos que corremos en la vida.”
Si un hombre decide autodestruirse sin provocarle daño a terceros, ¿por qué castrarlo? ¿Por qué no reconocer su derecho a acceder a los paraísos artificiales?
El antitabaquismo se ha tornado en una persecución grotesca y risible. Ejemplo: la decisión de obligar a las tabacaleras a imprimir en la parte superior de sus empaques imágenes “shocking” de niños frente al cadáver de su padre, ancianos en respiradores, fetos, ratas muertas y demás linduras, no sólo es ineficaz y excesiva, sino que también es sumamente injusta. ¿Por qué no imprimir estampas de niños obesos al borde del colapso diabético en los “Gansitos” o las frituras “Sabritas”? ¿Por qué no colocar fotografías de choques automovilísticos, con muertos desangrándose en las calles, en las vinaterías? Absurdo.
2.-El lado oscuro de la tecnología verde. Conforme los reclamos ecológicos suben de tono en la aldea global, las empresas adoptan, casi ya como directriz corporativa obligatoria, diversos programas que les permitan desarrollar políticas de sustentabilidad que no le generen daño al planeta. Nada malo en esto, desde luego. Sin embargo, motivadas por fines meramente mercadotécnicos –por la mera necesidad de anunciarle al mundo que son “verdes”-, muchas compañías caen cada vez con más frecuencia en contradicciones imposibles de sortear, sobre todo en el ámbito tecnológico, donde la arrogancia de la vanguardia se mezcla con la ingenuidad.
Ejemplo: China produce actualmente el 97% de las “tierras raras” del mundo, nombre bajo el que se agrupa a los minerales utilizados para el óptimo funcionamiento de las tecnologías verdes y el grueso de los circuitos para computadoras y demás gadgets electrónicos. Sin las “tierras raras”, las turbinas eólicas y los automóviles híbridos, por mencionar las dos tecnologías verdes más publicitadas, no existirían.
No obstante, para extraer “las tierras raras”, China ha violado sistemáticamente diversas normas ambientales que en otro país le habrían ganado la clausura de operaciones, por no mencionar los costos en vidas humanas que siempre han caracterizado a la negligente industria minera del país asiático. Recientemente, China anunció la introducción de nuevos impuestos y medidas de supervisión para controlar la explotación de “la tierras raras” y mermar el daño ecológico a su subsuelo; la comunidad empresarial ha explotado en hipócrita desaprobación. La contradicción de las tecnologías verdes y “las tierras raras” es similar a la que rodea al auto eléctrico. La mayor parte de la obtención de energía eléctrica en el orbe se realiza a través de combustibles fósiles que contaminan el ambiente, tales como carbón, petróleo y gas.
Si en este momento todos los automotores de gasolina se cambiaran por coches eléctricos, el incremento de la demanda de energía proveniente de generadores contaminantes nulificaría prácticamente todos los beneficios ecológicos de la nueva tecnología. ¿Pero quién se atreve a explicarle eso a los cruzados “verdes”? Prácticamente nadie. El planeta bien vale una herejía.
P.D. Este artículo se publicará en una versión diferente en el número de agosto de la revista Deep.
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