Habilidoso para el discurso motivacional, pero de gestión decepcionante y poco efectiva, Felipe Calderón Hinojosa, nuestro honorable presidente, es el amo de las porras.
De acuerdo con el Diccionario de la Real Academia Española, un porrista es una persona entusiasta que, con un pompón en cada mano, anima a su equipo y a los espectadores con cantos y movimientos gimnásticos. El porrista, apunta el diccionario, también es un hincha que apoya de manera incondicional a su equipo, sea desde la tribuna, a través de gritos y aplausos, o en reuniones y eventos, donde defiende con pasión e intensidad las virtudes de su camiseta. Un porrista no es un actor en la toma de decisiones, ni tiene injerencia alguna en el gran esquema de las cosas; si sus porras contribuyen o no al mejor desempeño de su equipo, no es relevante: el animador es una escandalosa caja de resonancia cuya eficiencia es juzgada por la cantidad de ruido que hace. De hecho, como sabe cualquier aficionado a los deportes, existen muy malos equipos con excelentes porristas, lo que no forzosamente significa que sean individuos de presencia memorable.
El porrista, por definición, es una persona gris, sin rostro, cuyos gritos de apoyo a veces se confunden en medio de otros gritos, provenientes de porras antagónicas y más escandalosas. Tampoco hay que minusvalorarlo, aunque no requiere talento para la operación ni capacidad de mando, la labor de porrista no es sencilla: se requiere ser optimista y gritón todo el tiempo. En México contamos con grandes porristas; nuestro país goza de un superávit de personajes envalentonados que lanzan discursos motivacionales y ganadores, pero que a la hora de la verdad, cuando hay que traducir las palabras en acción, simplemente optan por emitir más porras y gritos. El mejor exponente de esta dinámica, qué duda cabe, es nuestro presidente, Felipe Calderón Hinojosa, el amo de las porras.
Del dicho al hecho
“Pegarle al presidente”, como se dice en el argot periodístico, ya no es prueba de nada. Desde el tristemente famoso error de diciembre de 1994, los ataques periodísticos contra la figura presidencial son ya un lugar común en buena parte de los medios de comunicación. En el caso específico de Felipe Calderón, el grueso de las críticas adolece de maniqueísmo y desinformación. Los pecados de nuestro actual presidente no son, como suponen algunos medios izquierdistas, los atavismos o conservadurismos morales (Calderón es un tipo demasiado ilustrado como para ser un “meón de agua bendita”); tampoco son, como argumentan algunos “conspiracionistas” trasnochados, las filiaciones dogmáticas al neoliberalismo o a poderes fácticos abstractos como el Banco Mundial o la “oligarquía empresarial” (no hay, por lo menos en términos económicos, un proyecto presidencial genuinamente ortodoxo).
El problema de Calderón, materializado al máximo en estos primeros tres años de su administración, es su confusión conceptual: vehemente y apasionado, el presidente cree que las cosas suceden por el simple hecho de desearlas intensamente. La planeación -es decir, el establecimiento de las pautas de gestión que permitirán la obtención futura de resultados- no es algo que considere importante: Calderón, porrista al fin, se mueve siempre en el “sí se puede”, pero nunca dice cómo ni cuándo planea obtener los logros que anhela y promete. Como candidato, juró que iba a ser el presidente del empleo, que México crecería a un ritmo de alrededor del siete por ciento anual, que evitaría que los mexicanos saltarán al otro lado de la frontera para buscar una vida más digna, que disminuiría la criminalidad, que enfrentaría al corporativismo sindical, que establecería un plan de salud universal, en fin. Hoy, sin embargo, la decepción es desoladora: el presidente ni siquiera ha podido cumplir con una medida tan sencilla como la eliminación del pago de la tenencia, ya ni se diga con el porcentaje de crecimiento que prometió (a no ser que le haya faltado precisar que ese siete por ciento se iba a registrar en términos negativos, como sucederá en este 2009).
A diferencia de otros políticos, Calderón nunca suena hueco ni carente de habilidad retórica; es más, con frecuencia sus discursos son francamente inspiradores. Botón de muestra: el mensaje que dio el pasado dos de septiembre con motivo de su tercer informe de gobierno. Emocionado y con el majestuoso Palacio Nacional de fondo, Calderón enumeró nuestros males, lamentó fallas sistémicas y conmino a todas las fuerzas políticas a establecer consensos y ejecutar una agenda de verdadero cambio, la cual plasmó en un decálogo de reformas impostergables (redimensionamiento fiscal, telecomunicaciones, salud, entre otras).
“Las cosas ya no pueden seguir así”, enfatizó el presidente. ¿Quién podría argumentar lo opuesto? El entusiasmo funcionó algunos días: opiniones favorables de editorialistas, benevolencia por parte de líderes de la oposición, felicitaciones de empresarios, etcétera. No obstante, a un mes de distancia, queda claro que el decálogo presidencial no pasó de ser una porra más: no hay una sola acción por parte del gobierno que permita pensar que esta vez las cosas sí van a ser diferentes. Todo lo contrario: los cambios en el gabinete confirmaron la sospecha de que a Calderón le gusta rodearse de gente leal, pero de dudosa efectividad y conocimientos; el paquete fiscal -una herramienta vital para promover el crecimiento empresarial, el empleo y la creación de riqueza- es un modelo de falta de imaginación, que aparte presenta un aumento al IVA bajo el ofensivo disfraz del “combate a la pobreza”; y la batalla contra el crimen, tan cacareada por los incondicionales del presidente, se volvió a agotar en decomisos sin importancia o en golpes mediáticos, como el patético dizque secuestro del avión de Aeroméxico. Peor aún, Calderón se niega a aceptar los errores: en un lenguaje cada vez más agresivo y menos cifrado, el presidente sugiere que no sumarse a la porra equivale a ir en contra del progreso del país.
¿Qué hacer frente a esta lógica? Quizá la respuesta la tenga Thomas Szasz, el polémico sicólogo húngaro que define a la herejía como “el acto de insistir en que dos más dos son cuatro cuando lo apropiado, lo patriótico, lo profesional, es decir que son cinco». En estos momentos, sobra decir, el país podría usar más herejes como los descritos por Szasz, y menos porristas vacuos como el presidente. (F)
*Este texto se publica en la revista Deep de octubre.